Posteado por: urbanoferrer | 24 marzo 2010

La ética en Husserl

AXIOLOGÍA Y ÉTICA EN HUSSERL
Urbano FERRER

1. La Ética como saber a priori
Para Husserl* el ámbito de la Ética* es coextensivo con la razón práctica*,  cuya ley fundamental es proceder en razón de algún fin y arbitrar para él los correspondientes medios. Esta ley se cumple ya, por ejemplo, en el arte de la arquitectura, en la estrategia militar, en la curación de la enfermedad, el funcionamiento del Estado, y así sucesivamente, según el principio de que especies particulares de fines fundan artes especiales. En relación con estos ámbitos delimitados la Ética se refiere al querer y al actuar en general, implicados en cada uno de sus niveles particularizados, análogamente a como la Lógica es una teoría de las leyes de la razón en general que rige para cualquier conocimiento particular. Y tanto una como otra separan normativamente, cada cual a su nivel, lo que es correcto de lo incorrecto. Así, que quien quiere el fin quiera los medios adecuados a ese fin es una ley general de la razón práctica*, cualesquiera que sean los dominios particulares de actividad.
Ahora bien, para el giro normativo de la Ética* no basta con atenerse a leyes formales e indeterminadas del querer y del actuar, sino que la pregunta primera y directriz apunta al deber en el orden práctico. Pues mientras las artes particulares toman los fines como dados sin justificarlos en tanto que fines,  la Ética* se dirige al fin último debido o absoluto, partiendo para ello del hecho de que no puede haber un fin particularizado que determine con exclusividad toda actividad humana: más bien los fines particularizados coexisten en el hombre, y la cuestión ética es su convergencia en el fin absoluto unitario (ad unum necessarium), “en la medida en que la Ética enjuicia en nuestra actuación toda posición de un fin desde el punto de vista de lo absolutamente debido”.  En relación con el fin debido todos los demás fines legítimos son derivados, relativos y han de poder ser referidos a él según leyes de la razón práctica*. “Así pues, es manifiesto que tiene que haber una ciencia normativa que abarque los fines humanos de modo universal y los enjuicie bajo este punto de vista normativo; con otras palabras, que investigue si son tal como deben ser”.  ¿Qué debo hacer?, ¿qué exige de mí la presente situación vital? o ¿qué es lo conveniente en términos absolutos? son preguntas inaplazables, y la respuesta que ofrezca la razón ha de poder formularse en términos de validez universal, y no de mera condicionalidad hipotética.
Mas las acciones sobre las que recae el deber cualifican a su vez moralmente a la persona, en la que quedan en forma de hábitos que disponen para nuevas actuaciones del mismo signo. Se produce así el circuito operativo propio de la actuación que ya detectó Aristóteles*. “A la inversa, repercute también cada nuevo acto de la voluntad en el carácter; deja un sedimento en el dominio de lo habitual, el cual a su vez actúa luego de nuevo sobre la futura praxis”.  La interacción entre la persona y sus acciones consiste en que no solo actúa la persona desde su fondo disposicional, sino que también, y de modo inverso, las acciones modifican a la persona inclinándola en uno u otro sentido. Más explicitamente que Aristóteles*, Husserl* asienta también en este fondo disposicional determinaciones éticas características como las Gesinnungen* o predisposiciones anímicas, deseos, sentimientos, afectos en general…
Pero además de los condicionamientos anímicos se halla la pertenencia a una comunidad —primariamente la familia—, dentro de la cual se esbozan las primeras actuaciones bajo el signo del deber presididas por el precepto —cristiano— del amor al prójimo.  Las virtudes desplegadas en este ámbito constituyen el suelo de toda otra actuación en comunidades más amplias, así como en el terreno de las decisiones privadas. También las comunidades como tales son sujetos éticos, tanto en su vida interna como en el intercambio con otras comunidades.
Por otra parte, el interés ético hacia el fin debido engloba también el interés teórico de la ciencia, enderezándolo hacia el bien del hombre. “Desde luego la distinción (entre teoría y práctica) es a su vez relativa, en la medida en que la actividad teórica es justamente actividad y por lo tanto es una praxis, según la extensión natural del término; como tal, está sometida a reglas formales de la razón práctica universal (a los principios éticos) dentro del contexto universal de las actividades prácticas; a reglas con las que apenas sería compatible una science pour la science”.   No hay ciencia auténtica sin con-ciencia, y la ciencia, si se conduce con rigor, no se deja disponer en sus enunciados y fundamentaciones contra la conciencia. Análogamente a como las teorías unifican sistemáticamente los enunciados correspondientes, también el fin universal de la praxis agrupa y sistematiza las conexiones prácticas particulares, sin excluir de ellas la actitud cognoscitiva. Husserl* se opone así a la disociación entre interés teórico y práctico (al modo kantiano*), ya que, por un lado, la fundamentación cognoscitiva se engloba en la praxis y, por el lado simétrico, la praxis invoca razones de iure, que justifiquen el modo de proceder. Intereses científicos han tenido de hecho su origen en urgencias prácticas (la Geometría iniciada por los egipcios ante la necesidad de mediciones para contener las crecidas del Nilo, la Juris-prudencia en tanto que requerida por casos prácticos fuera de lo ordinario, la Ética* partiendo de los endoxa comunes a modo de consejos e instrucciones.
Ahora bien, la fundamentación del recto orden en los fines remite a una Teoría del valor, a la que Husserl prestó atención preferentemente en sus primeras Lecciones de Ética y Teoría del valor, siguiendo la herencia de Brentano*. No hay pro-posición  de un fin debido sin su valoración antecedente como algo debido en términos de posibilidad a priori. Su conversión en fin para la acción no elimina su identificación estimativa previa como valor, sino que la presupone. “Como el actuar, y antes ya toda forma de querer, está fundado en un valorar, es manifiesto que una Ética universal tiene que fundarse en una Teoría del Valor”.   La aprioridad de la Ética* se bifurca, pues, en una Axiología* y en una Práctica a priori*, y cada una de ellas a su vez comprende una parte formal y otra material. ¿Qué hay que entender en este contexto por imperativo categórico? Responder a esta pregunta implica haber elaborado antes una Axiología* formal y material, que sitúe el valor moral en el marco de una teoría general del valor. Esto no significa que esta teoría sea ya suficiente, puesto que el deber apunta intencionalmente a lo debido, no meramente a los bienes y valores y a sus relaciones de rango , pero con ella se contribuirá a despejar el camino a la Práctica formal y material*, dentro de la cual se hace posible el imperativo moral o categórico. Es el orden de cuestiones que voy a seguir a continuación.

2. Axiologías formal y material
Entre las leyes axiológico-formales discrepantes de las leyes lógico-formales se encuentra el principio de cuarto excluso, que establece tres posibilidades axiológicas: lo valorado positivamente, lo valorado negativamente o antivalor y lo axiológicamente indiferente, frente a la disyunción exclusiva propia de las afirmaciones y negaciones lógicas. Lo cual deriva de que el valor negativo no es la mera negación lógica del valor positivo, o, en otros términos, no es su contradictorio, sino su contrario, toda vez que depende de una materia diferenciada, tanto para la valoración positiva como para la negativa. “Si M es una materia cualquiera, entonces (y siempre dentro de una región axiológica cualquiera) es verdadero uno de los tres casos: o que M es materia de un valor en sí positivo o de uno negativo o de que es en sí carente de valor. También para la esfera de los valores en sí y de las carencias valorativas tenemos aquí un análogo del principio de contradicción y del principio de tercio excluso, sólo que este último es una ley de cuarto excluso”.
Existe una analogía lógica con las posibilidades de combinación entre materia, cualidad y modificación de neutralidad en el juicio. En efecto, ante un sentido afirmado en un juicio caben dos modos de negarlo —como tres únicas alternativas—: o bien mediante la cualidad negativa o bien mediante la abstención posicional, que ni afirma ni niega directamente, sino que neutraliza o deja indecisa la afirmación. Esta segunda forma de negación es hecha posible porque la primera negación es a su vez una afirmación (“afirmo que niego”), pudiéndose negar la afirmación como tal o en un sentido genérico, y no tanto lo que es afirmado específicamente. Algo semejante a lo que ocurre con las posibilidades teóricas de negación de un valor positivo: lo admirable es negado tanto por lo detestable como por lo que no cae dentro de los valores estéticos.
Tampoco la diferencia entre valores en sí y valores subordinados se expresa adecuadamente con arreglo a las leyes lógicoformales. Lo que es condición para un valor propio es valor instrumental o subordinado. Pero fácilmente se comprueba que su expresión formal no es lógicamente concluyente: “Si A, entonces V, y si V es un valor (en sí), A también es un valor (subordinado o dependiente)”. El modus lógico ponendo-ponens sólo va en el sentido de la condición a lo condicionado, no en el sentido inverso, desde lo condicionado a la condición, como es el caso de la derivación de un valor subordinado (la condición) a partir de un valor de suyo (lo condicionado).
Estos dos ejemplos ponen de manifiesto implícitamente la necesidad de una materia axiológica, que funde las derivaciones que efectuamos formalmente, en la medida en que no responden a un modo de proceder lógico-formal, indiferente a todo contenido determinado. Es lo que se advierte también en la diferencia entre momentos separables del todo y momentos no-independientes, en su aplicación a las conexiones entre los valores. Es una diferencia axiológica que sólo se hace inteligible en el seno de una conexión determinada, provista de un contenido, y no de un modo abstracto o general. Así, mientras el color o la figura sólo son valores en el todo concreto que es el cuadro pictórico, el valor del sol confiriendo su brillo al oro no le otorga el carácter de momento no-independiente dentro de la conexión que forma con el metal dorado. Hay que captar previamente el todo axiológico concreto para poder diferenciar entre lo que son partes abstractas y fragmentos con valor independiente, no tratándose de una distinción meramente sintáctica, basada sólo en los oficios gramaticales dentro de una frase, como la que expone el propio Husserl en la esfera de las significaciones simples y compuestas.
En relación con la Axiología material*, Husserl* adscribe los valores a ciertos actos fundados, en los que aquellos ofician como predicados (de segundo orden) edificados sobre los juicios identificativos —representativamente— de un sujeto y un predicado lógicos. Así, “(A es b) es V” es la figura lógica de los juicios axiológicos, donde V se predica del estado de cosas “A es b”, o bien del juicio de existencia acerca de A. En efecto, sobre los entes dados espaciotemporalmente con sus determinaciones objetivas recae el depósito de los predicados axiológicos, tales como “grato”, “bello”, “admirable”, “detestable”, “sublime”… Estos predicados, por su parte, son correlativos de actos estimativos con carácter específico, que pueden ejemplificarse reiteradamente en actos numéricamente distintos. Fenomenológicamente hay que distinguir los valores de los soportes representativos a los que cualifican: el valor no es la cosa valiosa —o “bien”— en que reside.
Los valores morales* como predicados de segundo orden se diferencian de los valores estéticos en que son conducidos por la razón práctica, en tanto que pertenece a priori al sentido del querer y del actuar conforme a ellos. Son valores que son enjuiciados como tales antes de la actuación presidida por ellos, no siendo por tanto meramente dependientes de un sentido o dotación estéticos. A ello se opone que mientras las cualidades estéticas son dadas noemáticamente en el sentir correspondiente, no hay un sentir ético paralelo, por venir dados estos valores originariamente en su realización, y no de un modo contemplativo.
Sin embargo, en relación con la donación de los contenidos axiológicos Husserl* tropieza con un dilema. Por una parte, si se admite que existe una razón valorativa, los valores habrían de venir dados en una clase especial de actos cognoscitivos; pero en tal caso parece que sólo cabrían los actos objetivantes y lo que se pone en cuestión, de este modo, son los actos estimativos no objetivantes. “¿Se puede percibir la obra de arte como tal? Tenemos ahí de nuevo la participación del valorar y de nuevo la cuestión de cómo el valorar hace que el valor venga en él a donación. ¿Qué es donación del valor? ¿Cómo hay que entenderla a fondo? ¿Qué corresponde al valorar en la percepción de la cosa y qué constituye por ambos lados lo esencial de la donación ‘como tal’?”.  Pero, por otro lado, si no hay acto objetivante valorativo, para salvar así la especificidad del estimar axiológico, parecemos abocados a tener que sostener que el valorar es ciego, sin participación de la razón. O reducción del valorar a la razón teórica, o psicologismo de los valores y su consiguiente confusión con los estados afectivos.
La forma de escapar Husserl* a la aporía es proponiendo un concepto de racionalidad más amplio que el que sólo cubre los actos objetivantes. Valorar no es identificar representativamente, tal como lo hacen los actos objetivantes, pero no por ello se renuncia a la intelección cumplida en el valorar, de un modo que Husserl se esforzará ulteriormente en mostrar. “Por tanto, en último término, también aquí como en todas partes es el entendimiento el que pone los objetos, los valores, aunque con una cierta participación del estado de ánimo, los aprehende inmediatamente de un modo intuitivo y hace adicionalmente sus enunciados sobre ellos”.
La objetivación de lo valorado tiene lugar antes del valorar, a saber, en el juicio fundante que identifica aquello que valoramos, y después de la valoración, justamente en la síntesis de reconocimiento por la que enunciamos que “esto es lo que yo valoraba”, pero no en el cumplimiento mismo del valorar. En efecto, en el valorar la razón no constata, en un acto de reflexión subsiguiente, que ha habido valoración, sino que atribuye el valor a un sujeto lógico: no juzgamos “esto ha sido valorado”, sino “esto (estado de cosas dado en un juicio de primer grado) es valioso” (juicio de segundo grado).  ¿Cómo es posible? La racionalidad del valorar en acto sólo se podrá reconocer si existe un modo de cumplimiento cognoscitivo adecuado al valor. Hablamos, en este sentido, de deseos cumplidos e incumplidos, deseos claros y confusos, siendo el acto de desear que subyace a estos distintos modos idéntico en su significado, o también hablamos del cumplimiento de una promesa, que previamente ha sido hecha e identificada como no cumplida y en espera de cumplimiento. Pero, ¿en qué consiste el cumplimiento en su alcance general, tal que sea aplicable tanto a los actos objetivantes como a los no objetivantes?
El cumplimiento, conforme a la ampliación de su noción que incluye a toda posición de la razón, es un proceso por el que aquello que es primeramente identificado de un modo vacío se plenifica y, de ser algo meramente mencionado, pasa a recubrirse con los componentes de donación a que apuntaba. Es lo que ocurre cuando los deseos confusamente anticipados se vuelven claros, llenándose de contenido, o bien cuando la promesa, de fidelidad por ejemplo, se cumple. Hay cumplimiento, pues, allí donde la intención primera se satisface por alcanzar a despejarse en su contenido, o bien por realizarse como intención. Pero hay algunas diferencias en el modo de cumplimiento según se trate de actos objetivantes o no objetivantes.
1º) Mientras en los actos objetivantes la referencia del acto al término intencional no es mostrable porque se identifica con el acto —que en sí mismo es representativo—, en los actos fundados no objetivantes la referencia al término se añade al acto como un sobre qué (el término de la alegría o de la admiración no está representado en el alegrarse o en el admirarse, sino que es aquello que respectivamente las funda y sobre lo cual versan). En el caso del acto objetivante de juzgar el juicio transforma en enunciado el recubrimiento perceptivo previo entre el objeto y sus sentidos, que ahora aparecen como sujeto y predicados. No así en el acto no objetivante, por cuanto añade a la objetivación fundante la mostración no objetivante de la dirección hacia lo objetivado en una fase previa, que se expresa como alegría por o sobre…
“Si tenemos una representación, no tenemos en la conciencia dos cosas: la representación y, además, algo que le asigna la referencia a lo representado. Pero si tenemos una alegría, entonces tenemos precisamente tales dos cosas: la alegría y el ‘sobre qué’ de la referencia, lo último en la forma de una representación fundante. Por tanto, si adscribimos a una alegría la referencia a un objeto, si la llamamos vivencia intencional por su referencia a lo que alegra, es ello una forma de ‘referencia a’ totalmente distinta que aquella que adscribimos a una percepción, un recuerdo o un juicio. En la percepción la referencia al objeto percibido no designa nada mostrable en el percibir, sino que en un representar y pensar reflexivos evidentes transitamos de la percepción a una conexión perceptiva anudada por la conciencia de identidad, y sólo entonces vemos que esta percepción y todas las otras percepciones representan lo mismo, o que esto y eso y aquello son uno y lo mismo, y que los apareceres cambiantes son apareceres perceptivos de uno y el mismo objeto… ¡Qué distinto en la alegría y en todos los actos fundados de la misma clase! En estos el estar-dirigido designa algo documentable en el acto mismo debido a que está fundado”.
Así pues, en el juicio el acto representativo fundante —en este caso la percepción— no se menciona expresamente por quedar integrado en él, mientras que en el acto fundado no objetivante el objeto propio es el “sobre qué” o modo de referencia al acto fundante, y añadido por tanto a este.
2º) Otra diferencia con los actos objetivantes viene del modo de presentarse la materia y la cualidad del acto, respectivamente en unos y otros actos, en su relación recíproca. Mientras en los actos objetivantes, como se vio, ambas significan dos momentos abstractos o no-independientes, en los actos no objetivantes la cualidad se sobreañade a la materia como una toma de posición (Stellungnahme) caracterizada y susceptible de cumplimiento. Esta toma de posición puede fundarse en una cualidad ponente, como en la alegría, o en una cualidad no-ponente, como en el agrado estético. En todo caso, en el cumplimiento que la toma de posición instaura esta ocupa el lugar de la intención significativa: así, prometo fidelidad a la esposa sin saber vivencialmente lo que es la fidelidad, sin haberla cumplido todavía, pero a la vez apuntando al cumplimiento.
Puede decirse que en virtud de su cualidad distintiva como acto fundado, el cumplimiento propio del acto no objetivante no consiste en la identificación de un objeto; pero también que, por su referencia objetiva y expresa al acto fundante, es un cumplimiento en su sentido genuino, cuya base objetiva —el sujeto lógico— permanece la misma.
De lo anterior resulta la unidad genérica en el concepto de acto, anterior lógicamente a su clasificación en las dos especies de objetivantes y no objetivantes, y que se caracteriza por la teleología expresada en el cumplimiento, por la direccionalidad hacia aquello que lo termina, aplicable de distinto modo a las dos especies. Husserl* da así su primera expresión a la teleología de la razón en su alcance general. “Razón es un título para el a priori teleológico que domina las esferas concernientes de actos; lo llamo aquí teleológico porque apunta a relaciones de corrección e incorrección y la dirección al objeto y al valor es dirección en el sentido de la corrección”.  De modo inverso, la incorrección axiológica es la decepción o frustración de la teleología que es inherente a todo proceso de cumplimiento.
La adecuación en la valoración es por referencia más o menos próxima a los estados de cosas juzgados. En la percepción afectiva originaria es donde se justifican o no las eventuales traslaciones afectivas. En el caso de cierto nombre que despierta terror o del espantapájaros, la percepción propia y base de la asociación desenmascara como inadecuados los sentimientos inducidos. En cambio, se dan estados de ánimo adecuados a los estados de cosas percibidos originariamente: así, en la conexión entre el conocimiento nuevo y la alegría fundada en él o en el nexo entre la alegría y el agradecimiento en tanto que la alegría es inmerecida o en el enlace entre la falta de un conocimiento esperado y la turbación correspondiente…
La distinción entre las determinaciones representativas y valorativas no alcanza, pues, a dos géneros de apareceres, sino al respectivo cumplimiento que un mismo aparecer otorga a distintos actos ponentes previos, a saber, los expresados en la mención significativa y los implicados en la toma de posición cualitativa; en cambio, la base representativa, prescindiendo de la cualidad del acto, es la misma en las dos especies de actos. “Lo que el valorar valora es justamente lo mismo que lo que la objetivación objetiva, lo que en ella es percibido, representado o juzgado; por otro lado, es seguro que la relación (entre ambos actos) no es ninguna relación de cubrimiento, que pueda exponerse en una identificación en el sentido de la unidad de cubrimiento”.  Como resultado del cumplimiento no objetivante, el objeto se manifiesta como digno de ser deseado, de ser aguardado en la espera, como capaz de alegrar…, plenificando en cualquier caso la intención no objetivante previa con la que se inició el cumplimiento.
En tanto que objetivas, las diferencias entre los valores son cualitativas, en vez de medirse cuantitativamente de acuerdo con el variable agrado que provocan en el sujeto (tal es el motivo axiológico central de la crítica a Brentano*, quien no hizo la distinción entre las Axiologías material y formal*). Si se tratara de meras diferencias de grado, resultaría inexplicable por qué son preferibles los placeres más apacibles a los que vienen acompañados de divertimento; en cambio, si son las cualidades las que confieren el rango, no hay un “más” que sea medible en aplicación a aquellas que son superiores. Tampoco derivan las cualidades valiosas de la agregación de cualidades simples, pues en tal caso no se podrían dar composiciones de términos con coeficientes de signo opuesto como “tristeza noble” o “indignación justa”, sino que las partes se contrarrestarían en su oposición. Más bien estos todos cualitativos son orgánicos, no descomponibles en partes (en este aspecto sí se encuentra un antecedente para la organicidad de los todos en la propuesta de Brentano* y D.W. Ross*).
La Axiología material* se refiere, por tanto, a los sustratos representativos de los valores e individuados en los actos fundantes, tales como la cosa material, el organismo viviente, el viviente humano como personalidad, las formaciones culturales e históricas o las comunidades humanas, que componen las distintas regiones ontológicas. Aquí se sitúa la diferencia con la Axiología material* de Scheler* y Hartmann*, para quienes los aprioris materiales son los valores mismos, ya que entienden los soportes representativos como extrínsecos al valor, y no tanto como su fundamento y aquello en lo que el valor encuentra cumplimiento (salvo en el caso de la persona como soporte de los valores espirituales en Scheler*).

3. Prácticas formal y material e imperativo categórico
A) Las leyes prácticas se edifican sobre las axiológicas al acontecer la conversión de un contenido valioso en fin pretendido por la voluntad. En efecto, si lo valorado no es correcto, tampoco el quererlo (en el sentido del proponerlo como un fin práctico) puede serlo, por más que no baste con la valoración adecuada para la corrección en el querer. Pues lo voluntario agrega a lo valorado su constitución como alcanzable para la voluntad tras la deliberación (momento teleológico-práctico*). Pero, de este modo, el fin voluntario consolida la racionalidad que ya era inherente al valorar, al tener que contrastarse aquel con los otros valores entre los que se sitúa el acto de preferir y con los medios que comporta su consecución.
Son conexiones aprióricas de motivación entre los actos axiológicos y los correlativos actos de querer: 1º) la prolongación del querer por sí solo en un querer-hacer, frente al deseo ineficaz; 2º) querer los medios es motivado por un previo querer los fines; 3º) sólo se puede decidir lo que no es todavía; 4º) la esperanza apunta a un bien futuro. Y como primera de todas las leyes, que preside las anteriores: “quien quiere A no puede querer a la vez no-A”. Se trata de leyes formales porque se quedan en la forma del querer en tanto que motivado, pero no son leyes lógico-analíticas, ya que las leyes de la motivación las ponen en relación con un contenido definido.
Y lo mismo que el sentir agrado, el tender, el esperar… no son datos preobjetivos, que hubieran de aguardar a un juicio lógico para quedar provistos de una dirección noemático-objetiva, sino que están implicados en la intencionalidad axiológica, tampoco el querer práctico es un mero factum sobre el que la razón pronunciara más tarde sus juicios, sino que es ya una toma de posición, con su propia certeza, que termina en realización, es un cierto “juzgar”. En otros términos: no es que se constate después en un juicio el valorar o la decisión ya cumplidos, sino que el juicio —racional— pertenece inseparablemente tanto a la conciencia axiológica como a la dirección práctica que acompaña al querer y lo hace efectivo-real. En el primer sentido: “Hay una razón valorativa que por esencia es constituyente para toda objetividad valiosa en general”.  Y en el segundo aspecto, el relativo a la certeza concomitante con el acto de querer: “La conciencia no enuncia por así decir ‘será, y en tal medida quiero que sea’, sino ‘porque lo quiero será’. En otros términos, la voluntad da expresión a su ‘sea’ creador. La posición del querer es posición realizadora. Pero la realización no expresa aquí un llegar a ser real, sino un hacer real algo”.
El paralelismo entre los actos dóxicos* y los actos de querer lo extiende Husserl* al tránsito —posible en ambos casos— de su cumplimiento activo a la síntesis pasiva. Por un lado, en efecto, el juicio articulado activamente puede transformarse en un todo ya logrado: de este modo, la toma de posición deja paso a la mera enunciación, que no es una modificación posicional (como el juicio de probabilidad o de duda), sino una neutralización de la posición. Y paralelamente, por el otro lado, el querer fundamentado en motivos claros y distintos sedimenta en un querer por motivos no puestos explícitamente, sino consabidos o sobreentendidos.
En cambio, la certeza práctica de la decisión no tiene el índice definitivo de la certeza del conocimiento, sino que presenta un carácter transitorio, por cuanto aspira a colmarse en lo decidido una vez realizado. Si a ello se une la pluralidad de motivos en concurrencia que precede a la decisión y la necesidad por tanto de pronunciarse el sujeto en uno u otro sentido, encontramos uno de los rasgos peculiares de la razón práctica, que carece de precedentes en el proceder teórico, a saber, la pluralidad abierta frente a la bivalencia de la razón teórica. En todo caso, algún paralelo sí se encuentra entre la decisión y la pregunta teórica, la segunda como lugar de tránsito hacia la certeza de la respuesta. Pues la pregunta supone la duda y añade a ella la intención de respuesta, que empieza a cumplirse en la deliberación o elección en sentido amplio (“estoy eligiendo” equivale a “no he decidido aún”) y termina en la certeza en que se resuelve. ¿Cómo trasladar estas diferencias al orden práctico?
Al igual que la pregunta, las decisiones prácticas no consisten en certezas ya logradas, sino que la certeza es aquello a lo que apuntan. La pregunta se satisface en la respuesta cierta, no menos que la decisión en la certeza de lo decidido, en cuanto acción del sujeto. La certeza les viene a ambas, pues, de sus términos intencionales en tanto que cumplidos en plenitud. Ahora bien, la certeza en que culmina la pregunta es ya certeza confirmada, a-firmación, introduciendo una nueva complicación formal. Análogamente, la afirmación y negación volitivas son modalizaciones del querer intencional de un grado superior, como un ratificar lo querido. A este respecto, un caso partticular de negación volitiva es la omisión, en virtud de la cual la voluntad se abstiene de llevar a cumplimiento lo que primero había querido: no es tanto una privación de querer cuanto una cancelación ejercida por la voluntad.
La Práctica material* correspondería a las conexiones entre los fines, por cuanto significan el momento material del querer en sustitución del momento axiológico-material. Más allá de los valores Husserl* encuentra, en efecto, conexiones entre los fines que no vienen determinadas por axiomas axiológicos. Pues a diferencia de los valores, entre sí inconmensurables, los fines prácticos tienen la peculiaridad de conformar una serie teleológica, en la que los más amplios engloban y orientan a los más restringidos o incluso meramente puntuales, siendo estos últimos el resultado de su ser-propuestos. A su vez, el modo como los fines prácticos dirigen y encauzan a los actos es integrando una provisión de hábitos finalistas, implícitos en los actos inmediatamente proyectados. Por contraposición a las habitualidades pasivas, que quedan en el yo como sedimentaciones pasivas o meramente acumulativas, los hábitos activos son aquellos por los que se conduce el yo, asignándose así con ellos una dirección a los actos que parten de él. Merced a estos hábitos el sujeto activo no es sólamente punto de partida de actos discontinuos, sino que enlaza a su vez entre sí los distintos actos de acuerdo con su especificación, al medirlos con los hábitos con los que él se identifica prácticamente. El yo prueba precisamente la consistencia de su voluntad al permanecer en él los hábitos finalistas, haciéndosele así posible sintetizar las voliciones actuales y posibles.
En el acto de querer el fin hay, pues, una nueva implicación del yo como el que se lo propone. El yo perdura en los actos de querer, pero no como una cosa estática supuesta, ni simplemente como el centro de irradiación de los actos o yo puro, sino como modificado por ellos y en crecimiento. Esto, a mi juicio, no ha sido suficientemente destacado por Husserl*. Más bien se encuentran textos en que se limita unirradialmente la comparecencia del yo como foco de actos.  Frente a esto procede decir que en “yo quiero A y B” el yo que quiere B no coincide sin más con el que quiere A, si partimos de que se ha potenciado en sus posibilidades de querer con la volición anterior supuesta en la segunda. A cambio, Husserl* llega admitir una posibildad de renovación * (Erneuerung) en la voluntad, que se actualiza en cada nuevo acto de querer y que se expresa en pugna con aquellas tendencias que lo llevan a la dispersión.
En efecto, el tránsito de los valores a los fines no se efectúa por sí solo, sino que precisa de una voluntad renovadora, que los traduzca en convicciones personales unitarias y, posteriormente, en guías para la acción. La unidad ética de la persona y su actuación correspondiente requieren hacer frente mediante el autodominio (Selbstregierung) a la disgregación de las diversas áreas de actividad, cuando hay ausencia de un proyecto moral unitario. Lo cual corre paralelo, en otro orden, con la parcelación del saber en áreas incomunicadas, donde la razón ha dejado de ejercer su función orientativa y unificante.
B) Ahora se entiende el alcance del imperativo categórico*, por el que nos preguntábamos al comienzo de estas consideraciones sobre la Axiología* y Práctica* formales y materiales y una vez puesto en contraste con el imperativo categórico de Kant*. Equivale a una voluntad constante de crecimiento moral, frente a todo estancamiento en lo ya realizado. Se expresa como un actuar según el mejor saber y la con-ciencia (nach bestem Wissen und Gewissen Handeln), en el que están presentes a la vez la función teórica de la razón, como responsabilidad ante los principios que justifican la praxis adoptada, y la función práctica de la razón de fines, que se consolidan en forma de hábitos activos, directivos y unificadores de las acciones proyectadas desde ellos.
“Por tanto, importa que sea elegido y realizado lo mejor no ingenuamente o por azar, sin certeza normativa, sino precisamente según el mejor saber y la conciencia y que este ‘según el mejor saber y la conciencia’ haya surgido de la voluntad unitaria fundante de una vez por todas de la vida ética y que haya llegado a ser imperativo categórico que conduce habitualmente toda la vida. Todo querer bueno es, por tanto, su consecuencia, motivado por él, aunque, por otro lado, cada querer bueno sólo sea posible contando con su motivación especial y con sus motivos axiológicos especiales, que la situación singular conlleva como materia determinante. Sólo ella (la materia determinante) puede aportarlos (los motivos) y sólo ella puede otorgar su dirección determinada a una voluntad racionalmente determinada”.
Así pues, la diferencia del imperativo categórico husserliano* con el kantiano* reside en que para el segundo las máximas o principios subjetivos de actuación carecen por sí solas de valor moral, viniéndoles este exclusivamente del principio de universalización de la voluntad que permite unificarlas como ley, mientras que para Husserl* la materia no es sólo el ámbito externo de aplicación del imperativo categórico*, como ocurre con las máximas kantianas*, sino que entra a formar parte del propio imperativo en calidad de contenido axiológico determinante y especificado en su última concreción por la situación en que se ha de actuar. No es, por tanto, un imperativo que se pueda generalizar para todos los seres racionales al margen de la condición específica del ser al que se dirige (en este caso, la persona humana con sus apeticiones y afectos), sino que incluye la restricción de los contenidos valorativos adecuados al ser que los ha de realizar como fines, si se toma en cuenta que la voluntad humana está ordenada a determinados bienes (que son lo “debido” por lo que se especifica el “deber”), en vez de proveer sólo de la forma racional de la universalidad. Se trata, pues, de una voluntad que no es sólo auto-nomía o ley de coincidencia consigo misma, sino que se basa en una Axiología material, manifiesta para la voluntad de fines como Práctica material.
Por tanto, la mera forma lógica de la ley universal es insuficiente para determinar la moralidad. “Pero la capacidad de universalización tomada de modo puramente formal es algo enteramente vacío. Tenemos que saber por otro medio lo que es relevante y lo que no, qué motivos son correctos y cuáles no, para que fundemos las máximas como correctas, para que las podamos reconducir a la ley universal que las justifica. El mero saber que si la máxima es correcta es conforme con la ley, por tanto que ha de ser reducida a una pura ley, no puede nunca proveernos de la ley misma, y sería un completo trastrueque construir una fórmula por medio de una universalización cualquiera para luego mirar si implica o no alguna contradicción”.
Los hábitos actúan en el trasfondo de los fines próximos a los actos, y es a tenor de ellos como el sujeto determina y modifica los fines más inmediatos. El imperativo moral* concierne a la vida en su conjunto, en tanto que conducida por el hombre a través de los hábitos, y no sólo a una parcela de su actividad. En la renovación moral el hombre abandona los fines vitales insuficientes, relativizándolos desde un telos más comprensivo que se haga cargo de la vida como totalidad: de este modo, los fines parciales sólo adquieren su condición ética personal cuando se incorporan al valor moral absoluto, ya que por sí solos sólo fundan imperativos condicionados o hipotéticos para la acción libre.
El imperativo categórico* equivale a un ideal de perfección no absoluto o asintótico, sino adecuado a las posibilidades del hombre: parte de un estado inicial de imperfección y reclama el avance progresivo, que recapitula lo anteriormente alcanzado y lo abre a nuevas metas. No depende de una opción eventual y pasajera, sino que equivale a un tener que actuar de acuerdo con el ideal humano de perfección, una vez que se ha optado por él como abarcante de toda la vida. Se cifra asimismo en una lucha siempre renovada por la superación, que se forja en pugna con resistencias de distinto signo. Y su base está en la condición personal y libre del hombre.
“Pero como hombre libre puede él contemplar en conjunto su vida, y con vistas a la totalidad hacer una opción, que sea su opción universal de vida; puede ver con evidencia que se halla bajo esta norma incondicionada de valor y que la norma no se cumple de suyo, sino que está en su poder el cumplirla, el adoptar una voluntad universal conforme a la norma. Brevemente, puede reconocer que se halla bajo el imperativo categórico de adoptar tal opción de vida y que sólo se hace bueno si hace suyo el imperativo en su voluntad”.
Desde una ética de fines, como la que se está exponiendo, la incondicionalidad de la norma moral tiene su asiento en el fin último, no relativizable. De aquí extrae Husserl* dos consecuencias:
a) La universalidad en la voluntad: en vez de estar sumida en la corriente de las vivencias, en la voluntad se manifiesta el yo en los términos universales de que en principio volvería a querer y a actuar así, dadas las mismas circunstancias. Sin embargo, esto es compatible con que la voluntad pueda refrendar o inhibir las decisiones anteriores, ya que es un querer en crecimiento o en renovación continua.
b) La voluntad de fines viene acompañada por una tendencia (Streben) hacia ellos, aspirando a su realización como tendencia. Las tendencias básicas primordiales son intencionalmente trascendentes y se sitúan en el plano de la pasividad, mientras no sean asumidas activamente por la voluntad. También en relación con Dios, fin último trascendente, se da una satisfacción referida a la vida en su conjunto (eine totale Befriedigung). El telos unificante es más fundamental que los fines variables o metas que el hombre se propone y que a su vez trasciende.

4. Alguna observación crítica
Por último, las limitaciones de la Axiología* y Práctica* husserlianas se refieren a la deficiente conexión entre valores y normas. Husserl* advierte que entre las proposiciones axiológica afirmativa y negativa hay oposición de contrariedad: así, en “un profesional debe ser leal” y “un profesional no debe ser taimado” los predicados valorativos se oponen con contrariedad, por lo cual los functores “debe” y “no-debe” son también contrarios, y no la pura y simple negación contradictoria; en otros términos: “no debe” no consiste en la negación de “debe”, sino en un “debe que no”. Pero lo que de este modo se pasa por alto es la negación de la norma entera, que no depende sólo del predicado de valor, sino que es a su vez otra norma con carácter prohibitivo (es decir, la contraria de la prescriptiva). Ciertamente, entre el deber y el deber-que-no la oposición es de contrariedad, como en el caso de los opuestos axiológicos, pero no equivale a la contrariedad axiológica, sino que es una contrariedad interna a la normatividad. Volviendo al ejemplo anterior, se lo transcribiría normativamente como “Es debido que ‘el profesional no deba ser taimado’ ”.
La contrariedad lógica entre el deber prescriptivo y el deber prohibitivo se confirma ante la existencia de lo adiáforon o permisión deóntica bilateral. En efecto, lo permitido no niega lo prescrito ni lo prohibido, sino exclusivamente su disyunción inclusiva: es permitido lo que, no estando prohibido, no está prescrito o no es obligatorio y, lo que no estando obligado o prescrito, no está prohibido.
Perm.= – (p√-p). Si desarrollamos sus valores de verdad, comprobamos, efectivamente, que la única combinación posible es la negación de los dos miembros de la disyunción.

p    -p    – (P v –p)
1
0
1
0
0
1
1
0    -1=0  No permitido
-1=0 No permitido
-1=0 No permitido
-0=1 Permitido

La ambigüedad que esconde la negación de los functores normativos “debe” y “puede” está en que el “no-deber” comprende tanto el “debe que no” (advertido por Husserl) como la inexistencia del deber, y el “no-puede” se extiende tanto al “no está permitido” como al “no entra dentro de la licitud” (porque la licitud entra ya dentro de lo normativo, en tanto que autorizado).

BIBLIOGRAFÍA:
– Vorlesungen über Ethik und Wertlehre 1908-1914, Husserliana XXVIII, Kluwer Academic Publishers, Dordrecht/Boston /Londres, 1988. Citado como V.E.W.
– Aufsätze und Vorträge 1922-1937, Husserliana XXVII, Kluwer Academic Publishers, Dordrecht/Boston/Londres, 1989 (Renovación del hombre y de la cultura, Trad. de A. Serrano de Haro, Anthropos, Barcelona, 2002). Citado como A.V. 1922-1937.
– Einleitung in die Ethik. Vorlesungen Sommersemester 1920 und 1924, Husserliana XXXVII, Kluwer Academic Publishers, Dordrecht/Boston/Londres, 2004. Citado como E.E.

Posteado por: urbanoferrer | 20 marzo 2010

Edith Stein

TEMPORALIDAD E HISTORIA EN E. STEIN
Urbano Ferrer

Una primera descripción de la temporalidad arroja los siguientes resultados:
La línea temporal no puede ser dada vivencialmente ni en su totalidad serial ni en los distintos ahoras que la integran, por impedirlo la fugacidad esencial de sus momentos, de tal modo que cualquier identificación de un instante presente deja de ser simultánea con él para convertirse en la actualización de lo que ya ha fluido de modo irrepetible. Pero esto no significa que la serie se deba necesariamente a una reconstrucción artificial, que proyectara sobre el espacio y en vista de necesidades pragmáticas la totalidad vivida acumulativamente, tal como entiende Bergson la representación objetiva de la durée, de suyo singular e irreductible. Existen, por el contrario, según creo modos originarios de darse la temporalidad como un todo duradero, y no como una mera dilatación de la conciencia que nunca pudiera ser objetivada en tanto que unidad.
Advirtamos, por ejemplo, la experiencia del durar, en que sin medir su longitud nos volvemos hacia aquello que está en curso y lo identificamos como durable: no se trata de la duración vivida, sino del tema que duraderamente nos ocupa. Y aun la propia unidad de la conciencia como secuencia irreductible a otras conciencias sólo puede ser destacada fijándole unos límites temporales: desde su despertar hasta ahora, y si se trata de un lapso de conciencia determinado su unidad se acusa entre uno y otro punto de duración, sin por ello salirnos de la propia corriente temporal. Denominaremos a estas posibilidades modalidades de la conciencia actual del tiempo, por contraposición a la conciencia inactual, en que el tiempo no está recubierto por una conciencia de objeto que le diera cumplimiento actual, sino que es una temporalidad que la propia conciencia sobreentiende. Tal ocurre cuando el modo de darse la temporalidad es como distancia respecto de algo recordado o en relación con un proyecto todavía no realizado: es ésta una duración en vacío , no actualizada, pero insalvable, porque en ninguno de los dos casos podemos remontar el hiato temporal que nos separa de lo que ya fue o de lo que por ahora es sólo anticipado.
Pero además de la temporalidad propia hay una temporalidad trascendente a las vivencias, en tanto que pertinente a alguna realidad ajena. Así, la descomposición del mensaje que el otro ha debido recomponer para hacérnoslo transmisible es el modo de acomodación a un tiempo que no es el de la propia conciencia, o cuando apercibimos unos estados anímicos duraderos en el otro a partir de su expresión facial estamos apuntando a un tiempo no vivido en primera persona. Y también hay tiempo en los modos sucesivos de aparecer el objeto idéntico y trascendente a las vivencias, en tanto que sólo a través de estos modos temporales puede ser identificado (ya se trate de una ciudad, una manzana, una obra de arte…).
Nos han aparecido, así, fenomenológicamente tres formas de temporalidad: a) la actual o constituida en los propios actos conscientes; b) la forma temporal inactual, tal que, sin ser dada, hace de motivo de transición a lo que se manifiesta actualizadamente, c) y la temporalidad trascendente, cuando la unidad que se esboza en el tiempo no es ella misma constituida en el tiempo inmanente de la conciencia, sino que requiere, según Edith Stein, la mediación de la Einfühlung o empatía con alguna otra realidad. Siguiendo el pensamiento de la discípula de Husserl prestaremos especial atención a estas formas de temporalidad, tanto en su presentación fenomenológica como en su significado ontológico.
Por último, las leyes temporales motivacionales, que establecen la conexión esencial entre los distintos sucesos anímicos así como entre las fases de desarrollo y transformación de los conjuntos sociales y culturales, son las que efectúan el tránsito a la comprensión histórica. A este respecto Stein cuenta, de un modo negativo, con la irreductibilidad de este género de comprensión a toda explicación naturalista y psicologista y, ya en un orden positivo, con las fuentes y procedimientos que dan su peculiar fisonomía al proceder histórico.

1. Temporalidad actual
Que el momento actual sea siempre sólo un presente podría llevar a dar por sentado que el pasado y el futuro fuesen meros objetos ideales, fingidos respectivamente en los actos presentificadores del recuerdo y de la anticipación. Pero esta tesis se revela insuficiente al advertir que sin lo que acaba de ser y sin lo que va a ser, como fases temporales iterables de modo indefinido y acotables a su vez según una extensión más o menos amplia, el presente vivido no sería. Asistimos en el presente al hacerse pasado y al anunciarse el futuro. A la experiencia de la unidad temporal, tanto como a cada una de sus posibles divisiones internas, pertenece conforme a su sentido completo la experiencia del surgimiento y del desvanecerse, así como la gradualidad en su formación, tal que se incorporan en ella los momentos incoativos, los declives y el punto álgido, que da espesor a los demás . Hedwig Conrad-Martius, cuya obra Die Zeit fue ampliamente comentada por la filósofa judía, entiende como irreal cualquier fijación de un segmento temporal, ya que lo único real es el ser transcursivo en presente .
El tiempo actual es, por tanto, fenomenológicamente extenso, en correspondencia biunívoca con la linea recta espacial. No hay intervalos entre cada uno de sus puntos, sino prolongación serial de los unos en los otros hasta integrar el continuum. Por ello la delimitación de uno u otro agregado temporal en el seno de la totalidad continua es siempre debida a un acto discontinuo con la corriente viva en la que está inserto, acto proveniente del presente activo y que sólo por relación a alguna unidad intencional objetiva otorga su relevancia temporal progresiva a las partes del continuo.
Encontramos, de este modo, las dos condiciones correlativas de toda unidad de experiencia temporal: a) el objeto dado intencionalmente, que la especifica y recorre, y b) el yo que con su acto intencional la unifica. Como expone nuestra autora a propósito de la experiencia vital del estar alegre, «la vivencia del contenido de alegría está condicionada por dos lados: por el lado del objeto y por el lado del yo» .
El objeto experienciado deja, así, de estar encadenado al fluir temporal, en la medida en que puede ser identificado como una unidad provista de una notación esencial y reavivada, por tanto, en distintos momentos: este sonido, esta noticia que me sorprende o que me hace alegrarme, las propias sorpresa y alegría… El pasar no hace cuña en tales contenidos identificacionales, sino sólo en su hacerse-conscientes para un sujeto, en tanto que vienen precedidos por una modificación afeccional corpórea: la impresión que recibo al oir, la atención que pongo en enterarme de la noticia, la vibración subjetiva que acompaña a la sorpresa o a la alegría… Por su parte, el yo vacío de determinaciones y que está presente en todas «sus» vivencias temporales emerge constantemente con ellas sin desaparecer en ellas, sino permaneciendo el mismo a lo largo de todo el decurso, sin que tenga necesidad de una síntesis de identificación para reconocerse como el que ha efectuado o irá a efectuar tales actos anteriores o posteriores. Pero este yo atemporal en tanto que invariable es, no obstante, el que actualiza las diferencias temporales y les presta la vida propia de lo que todavía es (transformable en el «ya no es»), de lo que está siendo y de lo que está por ser (transformable en el «ya es»). Dilucidemos más de cerca esta aparente paradoja.
Sería un espejismo creer que el yo inseparable de sus actos está sumido en ellos, traído y llevado por sus posiciones respectivas, cuando lo cierto es que es él mismo quien establece las diferencias temporales vivientes. Retención y protención son, en este sentido, perspectivas temporales relativas al yo viviente . Un modo de advertir el exceso fenomenológico del yo sobre sus vivencias temporales es el que resulta de que puede alejarse —temporalmente— de sus contenidos de experiencia, y entonces se los representa convirtiéndose a la vez a sí mismo en objeto, tanto antes de vivirlos en su identificación por adelantado con ellos (la alegría que voy a tener) como cuando ya se han esfumado de su temporalidad viviente y los hace objeto de recuerdo. No hay en uno ni en otro caso una identificación del yo presente con el yo pasado o con el yo por venir porque no hay dos yo, sino que mi yo nunca es un otro para mí mismo, como lo son en cambio temporalmente las distintas vivencias entre sí.
Pero Stein encuentra en la temporalidad actual también el índice de la noción ontológica aristotélica de potencialidad. La potencia es lo que vincula ontológicamente los tres momentos temporales, impidiendo que del no-ser brote el ser y que el ser se disuelva en el no-ser: «soy ya lo que estoy por ser en el porvenir y soy todavía lo que era antes» puede decir en términos de potencialidad el ser subyacente a las diferencias temporales. El tiempo revela al ser finito en su carácter intermedio entre el ser y el no-ser, hasta el punto de que el ser le es arrebatado en el mismo punto en que le es dado, limitándose, de este modo, a rozarlo tangencialmente . Si fenomenológicamente el tiempo es extensional y ampliable ad libitum, ontológicamente es el punto de contacto del ente particular (constitutivamente potencial) con el existir pleno y eterno .
La serie temporal continua no puede solaparse, por tanto, con una vida continua e ininterrumpida en el yo, sino que se topa con intermitencias que no puede rehacer mediante la memoria. La temporalidad debida a los actos conscientes no alcanza a reproducir la secuencia viviente temporal, sino que se encuentra con unos límites no conscientes tanto en el empezar a existir (lo que Unamuno denominaba su ultracuna) y en su abandono del tiempo como en los lapsos no abarcables por actos de conciencia. Así, pues, el yo vivo en sí y que da vida a sus contenidos de experiencia no puede, sin embargo, prestarles la actualidad del ser viviente plenario, porque se le escapan temporalmente, habiendo de reactualizarlos con nuevos actos vivificadores. La atemporalidad fenomenológica del sujeto idéntico a través de sus actos variables antes puesta de relieve pasa por ser ahora la cifra de la deficiencia característica de quien ha de ser sostenido a cada momento en el ser, volviéndose así temporal si se lo considera desde este nuevo ángulo ontológico .
Por su parte, las variaciones temporales en las esencias proceden de su sujeto portador, que es el que propiamente está sujeto al transcurso. Según el procedimiento fenomenológico, la esencia se obtiene por el ejercicio imaginativo de la variación libre (freie Variation) a partir de los más diversos ejemplares suyos, en la medida en que les pertenece un residuo común (la rojez, el ser-mansión, la alegría…) en medio de las diferencias en los modos individuales de realización. Pero si bien el quid resultante está sustraído al tiempo , sólo es actualizado como «este» en los sujetos temporales cambiantes, que le imponen la gradualidad del desarrollo . La esencia sólo se realiza pasando por los altibajos en la duración debidos al individuo en el que se actualiza. Los caracteres provenientes de la temporalidad en los individuos se añaden a la esencia general hasta suministrarle su quid completo: por ejemplo, una alegría en principio empañada por una ocupación simultánea, que se fue luego concentrando, que tuvo tales o cuales consecuencias… No son notas que incrementen la esencia intemporal de la alegría, sino que bien al contrario la contraen en razón de las particularidades temporales de su realización en un individuo cambiante.
Según las descripciones anteriores, la actualidad del tiempo se ha bifurcado en la temporalidad de la donación para un yo que provee de vitalidad a sus experiencias y en la temporalidad propia de la realización de la esencia, que es la que dota de su quid idéntico al compuesto temporal. Mientras la primera delata la inactualidad ontológica de su sujeto potencial, la segunda patentiza la intemporalidad de los rasgos esenciales, que han de ser completados por las notas individuales. En las dos situaciones el tiempo se presenta como condición necesaria para la manifestación consciente y para la efectividad del individuo respectivamente, pero también como revelador de una limitación ontológica tanto en el sujeto como en los contenidos de esencia que se le ofrecen en la experiencia.

2. Temporalidad inactual
Son inactuales todos aquellos intervalos que separan la conciencia presente de lo presentificado en ella, en tanto que no se le conmensura al modo de una conexión esencial o al modo de lo inteligible en acto; en otros términos: cuando el correlato no es mero correlato, sino que está bordeado de horizontes espaciotemporales implícitos, tenemos un tiempo inactual, tendido entre la vivencia presente y aquello que ella actualiza al entresacarlo por así decir de la implicitud temporal que lo envuelve. El tiempo inactual se puede caracterizar también como la distancia entre el fenómeno copresente al acto vivido en presente y el acto que es dado eventualmente como correlato de este último de resultas de una conversión objetivante del fenómeno: es lo que ocurre en el recuerdo (por ello no hay un «vivir en el recuerdo», como solemos decir, en la medida en que el recuerdo implica la conciencia de un tiempo intermedio no actualizado entre el presente y lo presentificado), pero también en la interpretación de los signos, en tanto que remiten, en su disposición continua en el espacio y en el tiempo, a un acto que sobrepasa con su unidad el simple fenómeno sucesivo de configuración de los signos, sólo dado inactualmente como lugar de paso.
A diferencia del tiempo que acompaña a la experiencia de los contenidos intencionales, las asociaciones pasivas de la temporalidad no son sólo anteriores en su nivel más elemental a toda conciencia intencional, sino que asimismo posibilitan desde su inactualidad la conciencia explícita y actualizada de lo recordado y de lo anticipado . Pues el recuerdo es un volverse a lo que ya se reconoce como pasado, análogamente a como la anticipación es un dirigirse a lo que conscientemente está por venir (el tiempo es previo, por tanto, a sus actualizaciones por el recuerdo y la anticipación). Nos aparece, así, la doble perspectiva temporal preintencional del durar y del pasar: el tiempo dura al hacerse pasado y el tiempo pasa si se lo sitúa por relación al horizonte del futuro .
Pero además de estas asociaciones formales, constituyentes de la propia serie temporal, están las asociaciones también preintencionales —no dadas en una conciencia actual— que adhieren a los contenidos temporales sedimentados y que son debidas a alguna síntesis por semejanza entre ellos, análoga a la que establece los enlaces entre los campos sensibles, ya sean por semejanza, contraste o continuidad. Las semejanzas en el tiempo pueden presentarse por continuidad en los segmentos vacíos (como cuando acoto un siglo o la época después de la Gran Guerra), o bien por constituir etapas de un único movimiento sea o no viviente, o tambien por remitir el símbolo como lugar de tránsito temporal a lo que en su unidad esencial viene directamente apuntado por medio de él (así, los garabatos que he de ir recorriendo con la vista desvían mi atención más allá del tiempo, hacia lo que está significado en ellos). Examinaremos sucesivamente cada una de estas posibilidades.
A) La asociación del tiempo consigo mismo va más allá de los límites intraconscienciales hasta el punto de extenderse como un único tiempo al de los predecesores y al de los sucesores. Pero aun el propio tiempo presente se estructura también como el mismo tiempo de la coetaneidad para las diversas y entrecruzadas corrientes de conciencia. El momento de intersección, en que unas y otras conciencias coinciden y despuntan simultáneamente, es el «mientras». No se trata con ello de una cesura efectuada desde fuera, como la que marcan los cronómetros, pero tampoco de la mera convergencia entre los distintos tiempos, exterior también a los respectivos decursos, sino de su emplazamiento común, que asocia con anterioridad a cualquier acto sintético las temporalidades de los sujetos que conviven próximos y que se ensancha progresivamente hasta incluir a todos aquellos sujetos que componen una generación.
La constitución del «nosotros» tiene uno de sus supuestos primarios en esta unidad asociativa del tiempo. Reparemos, a modo de comparación, en que cada cuerpo vivo es un centro de orientación a través de sus perspectivas mundanas correspondientes, pero el mundo que aparece de este modo no se fragmenta en esa pluralidad, de tal modo que hubiera que recomponerlo luego integrando las perspectivas. La unidad del mundo no se resquebraja en las diversas perspectivas espaciales complementarias aportadas por cada sujeto desde su corporeidad, como si resultara de su agregación. Precisamente la consideración del «allí» mío como un «aquí» para el otro y la posibilidad correlativa de intercambio de los puntos de mira espaciales sólo es posible si ambos nos situamos en un único mundo . Pues bien, de un modo análogo tampoco el tiempo «nuestro» —el de los contemporáneos— es una sincronización proyectada desde el exterior sobre los tiempos variables de cada cual, por cuanto la unidad del mientras es la expresión temporal de la agrupación comunitaria: se dice «mientras te veía, venías», pero también «mientras los unos ganaban la batalla los otros eran derrotados» y «mientras tanto», en que resumimos con el adverbio «tanto» las diversas ocurrencias no actualizadas y temporalmente congregadas con «mientras», por alejadas que estén.
Como es sabido, esta línea de desarrollo fenomenológico ha sido seguida por la Fenomenología del tiempo social de Alfred Schutz . Los tipos sociales anónimos y fijos (tales como las categorías epocales e históricas) sólo pueden plenificarse en los actos subjetivos vivientes y en sus horizontes temporales preactuales. E. Stein adopta también la noción social de tipo (ser europeo, ser español, ser adulto…), sin referirla ciertamente de un modo expreso a la inclusión en ella del tiempo asociativo, pero sí poniendo de manifiesto como un doble componente suyo las formaciones sedimentadas recibidas y la acuñación temporal particular que cada persona les imprime. En cualquiera de estos tipos se funden en un término medio aproximado no sólo las diferencias de proximidad o de lejanía al punto cero, sino también las diferencias temporales entre los diversos sujetos que caen bajo el mismo tipo. «El hombre singular como miembro de una comunidad incorpora un tipo humano… Si entendemos por tipo social lo que se capta en el comportamiento de un hombre como un todo configurado y común con otros, el tipo social es algo determinado desde fuera, es decir, a través de las condiciones de vida, y desde dentro» . Entiendo que el tiempo pasivo de las inactualidades juega aquí su papel precisamente como la base sedimentada más elemental en el esbozo de los tipos.
B) En segundo lugar, el tiempo está también latente en el despliegue actual de las esencias. Si bien la identificación de las esencias vivientes limitadas se sustrae como la de cualesquiera otras al flujo del tiempo, su realización individual, en cambio, se distiende en una multiplicidad espacial articulada (un organismo) y en una pluralidad de etapas que apuntan a un vértice o punto culminante (su telos). El acceso a las unidades esenciales no puede por menos de venir mediado por el modo transcursivo de aparecer en que se desvela su dinamismo . Las esencias que se exteriorizan en rasgos dinámicos externos lo hacen, así, conforme a la ley del desarrollo temporal .
El tiempo no es aquí un marco externo ya dado ni una medida actual precisa que aplicáramos al dinamismo, sino que es necesario como puente por el que retroferir según un orden legal propio las notas reales a su núcleo esencial constante. Es un modo inactual porque lo actual en él es sólo la versión de las fases del desarrollo al principio esencial que las sustenta sin connotación de la sucesión de las fases. Stein lo expone con los siguientes ejemplos: «La planta se desarrolla según una ley unitaria de formación. Raíz y tallo, hojas y flores, su modo de estar y de moverse y aun la particularidad de su devenir, de su madurar y de su debilitación coinciden en ser «exteriorización» múltiple de una esencia» . O bien más explícitamente: «El devenir de la realidad (de una figura temporal como una melodía) corresponde al despliegue de la esencia: espacio y tiempo pertenecen a estos modos de ser particulares» .
C) Pero no sólo la esencia se expone temporalmente en su desarrollo, sino que también, de modo inverso, encontramos rasgos sensibles y corpóreos que nos remiten a través del tiempo a una unidad viviente, sin que igual que antes el tiempo comparezca intencionalmente. En los signos escritos por los que paso la mirada veo el significado que los interpreta, así como en los movimientos corporales del viviente humano se me patentiza una vida personal. La temporalidad consiste en estos casos en la distancia entre lo corporalmente manifiesto y el núcleo personal idéntico al que refiero en último término lo perceptible por los sentidos. Este núcleo viviente no puede venir dado a la percepción externa ni a la interna porque no es un correlato objetivo que posea propiedades cósicas, sino que nos adentramos en él sólo a través de sus expresiones exteriorizadas. Los movimientos de la mano y del rostro, por ejemplo, son figuraciones temporales de una existencia personal que siempre los trasciende.
Entre el espíritu puro, que es plenamente vida personal, y el viviente animal, que interactúa en equilibrio con el medio externo sin poseerse a sí mismo, se halla la persona humana, que dirige sus propios actos pero siempre sobre la base previamente dada de un fondo oscuro que ella en parte ilumina y conforma . Ciertamente, la percepción por el sujeto viviente de su vida propia no es de suyo un acto temporal , como tampoco lo es el momento consciente del «darse cuenta» o conciencia interna que acompaña a las diferentes percepciones . Para que la vida se patentice temporalmente se hace preciso, además de ello, apresarla en un medio que la exteriorice y tal que él mismo quede vivificado en sus movimientos. Pero precisamente la pasividad de la sucesión temporal está en correspondencia con este medio corpóreo en el que la vida se plasma.
Las afecciones del cuerpo (un dolor, un estado de fatiga…) son vividas por el yo antes de toda posible objetivación: no son tenidas por mí mediando la distancia objetivante a lo que es poseído como distinto, sino que más bien me están adscritas, todo lo periféricamente que se quiera. La metáfora de la relación entre el continente y el contenido ha de ceder, a la vista de esta proximidad entre el yo y su corporeidad, ante la de los círculos que se expanden concéntricamente cuando pasamos del yo personal a sus vivencias anímicas temporales y a su vez de éstas a las experiencias corpóreas. En estas últimas el tiempo no es ya la forma de la sucesión, como en la corriente anímica de la conciencia, sino el signo más característico de la presencia del yo en el cuerpo. Pues tanto la expresividad facial y orgánica como la resistencia que el cuerpo eventualmente opone introducen modos diferentes de hacerse patente la distancia radial constitutiva de la serie temporal —en tanto que no abarcable instantáneamente— respecto de la simplicidad puntual del yo.

3. Temporalidad trascendente
En su Disertación inaugural abordó Stein el problema de la Einfühlung o empatía, supuesta cada vez que me es dada una realidad ajena, en tanto que irreductible a los modos de la conciencia inmanente y a sus correlatos. La aprehensión del tiempo trascendente a las propias vivencias está implicada en este acto peculiar de rebasamiento de la inmanencia. Empezaremos describiéndolo.
¿Cómo percibo el significado de la vivencia ajena? A diferencia del objeto de la percepción externa, que se recubre con los escorzos que lo hacen manifiesto a la conciencia, el significado de la vivencia del otro nunca me es hecho presente inmediatamente, sino siempre en gestos o expresiones, vehiculado por ellos y a la vez siéndoles trascendente. En la percepción de las vivencias ajenas falta el carácter originario de lo dado en sí mismo, pues lo presentificado con ellas no se convierte en originariamente vivido, como tampoco lo recordado se resuelve y agota en ser el correlato del acto de recordarlo, por más que en este segundo caso haya la continuidad entre ambos que les presta su pertenencia a un mismo yo. Pero si la empatía no es una donación en directo, trasparente por así decir, tampoco es un saber vacío (angenommene) de la vivencia del alter ego, sino una experiencia referida a una vivencia originaria de la conciencia ajena, del mismo modo que el recuerdo recuerda alguna vivencia originaria y la presentifica. ¿Cómo es esto posible?
Stein parte de que para poder captar movimientos subjetivos orgánicos en otro cuerpo tengo que haberlos percibido ya —al menos con el carácter potencial del «yo podría si…»— en mi propio cuerpo, y de tal manera que me hayan aparecido indisociablemente como subjetivos y como objetivos . El rasgo corporal propio que percibo objetivamente es simultáneamente apercibido en tanto que perteneciente a mí como sujeto y expresivo de mi subjetividad, sin tener que efectuar para ello una asociación externa entre ambos planos porque nunca han aparecido disociados. «El cuerpo es inmediatamente aprehendido como sentiente, lo cual le diferencia precisamente del mero organismo… Se siente a sí mismo, es cuerpo sentiente por así decir de parte a parte y sentiente continuamente, no sólo en su superficie y no sólo cuando es alcanzado por los estímulos externos» .
La comparación con la apercepción trascendente de las cosas nos permite apreciar que tampoco en ésta concluimos unos rasgos singulares a partir de otros, sino que los componentes actualmente dados remiten a los demás, formando entre todos una unidad perceptiva delimitada en sí misma, pero a la vez proseguible en su interior según direcciones indefinidas. Pues bien, también la percepción del otro es una unidad en que los diversos estratos se interpenetran —excluyendo, por tanto, toda inferencia—, pero, a diferencia de la cosa material, no están abiertas las distintas direcciones de cara a la percepción íntegra, sino que hay una única línea radial que va del yo al alma y de éste al cuerpo. Precisamente esta irreversibilidad es la que sólo puede exponerse mediante el tiempo: así, el acto de voluntad y su exteriorización corpórea siguen este orden, o bien el estado anímico y su expresión externa están dispuestos en una tal relación de dependencia….
El cuerpo que veo como un objeto entre otros no me recuerda por asociación que sea campo de sensaciones, sino que en un solo acto me es dado externamente como cuerpo a la vez que percibido como órgano sentiente. Al palpar algo con la mano tengo el esquema corporal perceptivo e, inversamente, al percibir la mano veo sus campos sentientes. Veo la dureza táctil en las falanges de los dedos y la suavidad en las yemas . Como en las sedas del cuadro El Entierro del Conde de Orgaz de el Greco veo no sólo el brillo, sino también su lisura y trasparencia.
La misma dualidad es la que aparece en la percepción del cuerpo en movimiento: percibo el cuerpo movido y a la vez el estarse moviendo como un solo término perceptivo. Diferenciamos en este sentido entre mover un miembro dormido, que no forma parte del yo corpóreo, y moverme con estos miembros, de tal modo que el movimiento objetivo en los segundos no podría tener lugar sin la cinestesia subjetiva. Si bien el cuerpo que se mueve es identificado como cuerpo movido en una única aprehensión, la parte moviente, en la que actúa el yo, es la que posibilita la constitución de la parte móvil viviente (El paralelismo entre la continuidad del tiempo y la del movimiento es notorio ). Análogamente, de que el cuerpo propio sea dado a sí mismo como sentiente depende que pueda ser percibido como sentido, sin que se interponga hiato temporal entre ambos momentos.
Pero el punto de enlace entre la captación del movimiento y del sentir propio y la del movimiento y el sentir ajeno es la noción de tipo corporal viviente, en la que desde el principio el primero es encuadrado. Pues no sólo me capto a mí mismo en mi corporalidad viviente, sino que dispongo a partir de ahí del tipo genérico «cuerpo viviente», con su consiguiente apertura a los otros ejemplares singulares en los que se realiza. Son tipos que carecen de unos límites fijos, estando en condiciones de plegarse a las variables y contingentes realizaciones .
Y justamente lo que aparece soslayado y nivelado en los tipos son las diferencias temporales entre los individuos que caen bajo ellos, por tratarse de lo que delimita el carácter inconfundible de cada cual. Para aprehender la temporalidad viviente del otro, en su surgimiento continuo, no basta, por tanto, el tiempo objetivo medible, que prescinde de las diferencias interindividuales. Sólo a través de la expresión corporal externa puedo trasladarme a una temporalidad columbrada, que sin embargo nunca puedo tener originariamente presente. En el rostro veo acontecer a alguien, que estaba ya desde antes de hacérseme presente, así como en sus movimientos leo los efectos de un devenir precedente.
El desencadenamiento interno de este devenir constitutivo del ser vivo no sólo escapa a toda percepción objetiva, sino que tampoco es comunicable a otros vivientes, a diferencia del movimiento mecánico, que se transmite de unos a otros cuerpos. La aprehensión correspondiente mantiene, por tanto, la distancia a lo que está más allá de toda objetivación, y consiste en un adentramiento —a lo que llamamos empatía (Einfühlung)— a través de unas manifestaciones externas que nos eran ya familiares. En la empatía el fenómeno perceptivo se limita a funcionar como lugar de paso hacia lo canalizado por él. La eventual objetivación de este lado fenoménico externo es siempre posterior a su donación primera como expresión subjetiva, análogamente a como los signos vocal y escrito conducen por sí mismos a lo significado, siendo menester un giro en la atención para reparar en ellos.
A fuer de ajeno el tiempo del otro no puede ser asimilado por la propia corriente temporal, ni tampoco dado actualmente en una percepción interna, en vista de la irreversibilidad que separa lo actual de lo inactual. Sólo cabe un saber cierto basado en el tipo común «viviente corpóreo» y en la diferencia fenomenológica entre las actualidades e inactualidades de la conciencia, que traspongo al aplicárselas al otro, pero es un saber carente de representantes intuitivos propios e impropios. Conviene diferenciar a este propósito entre la empatía del curso temporal de las vivencias ajenas y su posible reconstrucción a posteriori, para la que sí es apta dentro de ciertos límites la percepción interna modificada. A este respecto, los 12 hombres sin piedad del célebre film reconstruyen en actos de cumplimiento imaginativo los diversos pasos del homicidio que investigan, pero en ningún momento confunden la temporalidad fingida por ellos con la del acontecer ya pasado que guía su reconstrucción.
Los caracteres trascendentes dados en la empatía conciernen también a la percepción del cuerpo propio cuando lo señalo como propio partiendo de la percepción meramente externa o bien de la modificación imaginativa. En el primer caso el yo integra por medio de la empatía al cuerpo que le es dado externamente al pesarlo o al medirle la cintura, de tal modo que nunca aparezca la dualidad entre cuerpo subjetivo y cuerpo objetivo, por más que la donación admita los dos modos. En el caso de las modificaciones de la imaginación lo que incorporo al sujeto es una temporalidad trascendente: por ejemplo, en el retrato en que ocasionalmente me veo, con su fecha y demás circunstancias temporales, me identifico subjetivamente, como también en la proyección que hago por adelantado de mí como el que va a salir más tarde de la habitación soy el mismo —externamente representado— que el sujeto actual. Ocurre en estas situaciones que el yo se desplaza imaginativamente a un lugar distinto sin dejar de ser quien es, pero, como el cuerpo real no ha cambiado de lugar, la nueva temporalidad en que le inscribo —meramente imaginativa— es trascendente a sus vivencias reales.
En la empatía en general el impulso viviente es coaprehendido , funcionando como englobante de cualquiera de los movimientos que proceden de dentro a fuera. Nunca puede ser veri-ficado en su originalidad, sino que hemos de partir para su aprehensión del tipo «movimiento viviente», de que tenemos experiencia propia y que por analogía cocaptamos en las correspondientes señales externas de los otros vivientes. Las ilusiones perceptivas, como el ovillo de lana que tomamos por un escarabajo, el espantapájaros o la muñeca que al hacer señas se nos figura un personaje vivo, se corrigen en el despliegue del propio movimiento perceptivo y no excluyen por principio la indecisión, ya que la confirmación siempre está pendiente de una percepción externa que no es la originaria de la región objetiva «ser vivo».
Más específicas son las apercepciones de los significados en los movimientos anímicos personales . Lo que rige en ellas primeramente es la ley de la motivación, según la cual vemos la cólera en el ceño fruncido, la deferencia en el gesto confiado…, pero luego ponemos en relación aquellos estados con unas leyes motivacionales generales, tales como que la ofensa provoca un estado de indignación o que el agradecimiento engendra las expresiones deferentes… La mayor concreción de estos casos torna también más aventurada la conjetura, pues no sólo no podemos re-vivirla, sino que tampoco podemos reproducir la secuencia temporal entre los motivos y los estados motivados ajenos, sino tan sólo aproximarnos a su reconstrucción.

4. La temporalidad en la historia
Para la conciencia individual la luz del día es inseparable del ocultamiento de la noche, lo cual hace necesario que el día haya de venir continuamente reactualizado, y de este modo la conciencia se sume en la temporalidad acabada de examinar. Pero hay otra dimensión del tiempo paralela a la anterior y consistente en que la pertenencia a una generación ha ser igualmente sustraída a la muerte a que aboca, y ello mediante la vida de la generación siguiente . La experiencia del otro me abre, de este modo, a un tiempo que está marcado por la correlación entre el envejecer de los unos y el crecimiento de los otros. Además de la renovación individual que supera el sueño de la noche está, pues, la re-generación que con el sucederse de las generaciones se sobrepone al declive de los individuos. Topamos, así, con el tiempo de la historia, vehiculado a través de la serie generacional, según lo presentó Husserl .
Hacer historia es rescatar los acontecimientos del olvido en que por sí solos quedarían, fijándolos a un tiempo reconstruido que los torna inteligibles, pero a la vez la serie en que la historia inserta los acontecimientos no llega a hacerlos trasparentes porque ha de apoyarse en la individualidad fugitiva de cada uno, en el venir del uno tras del otro. Nos vuelve a aparecer bajo esta forma la analogía entre el tiempo de la conciencia y el tiempo de la historia. Pero ahora es la conexión motivacional con arreglo a unos contenidos lo que da consistencia a la sucesión histórica , mientras que antes eran la retención y protención en su versión intencional a los objetos las que anudaban la sucesión evanescente de la temporalidad inmanente a la conciencia.
Otro aspecto de la analogía entre ambas temporalidades, señalado por E. Stein, está en que al modo como las unidades de conciencia son destacadas mediante actos discontinuos con posterioridad a su transcurso, paralelamente los períodos históricos no alcanzan su significación hasta que han sido cumplidos; en otro caso tendríamos una mera colección de hechos, pero no una obra histórica animada por una intención (o por la concurrencia entre varias intenciones de distintos sujetos). «Sólo hay un conocimiento de las vivencias en el sentido estricto de la palabra en la medida en que han transcurrido, en la medida en que una vez terminadas son desplazadas al pasado. De manera semejante, hay una conciencia del acontecer histórico presente, que está viva en los portadores de este acontecer… Pero su conocimiento histórico no se gana hasta que el acontecer ha pasado» .
Sin embargo, lo que atrae especialmente la atención de Stein es que el tiempo cronológico de que se vale el historiador sólo es posible en el estrato espiritual de la persona, por ser de él de donde brotan las objetividades culturales, cuyo nacimiento y desarrollo son el tema de la Historia, y esto en contraste con el tiempo psíquico de la duración de la conciencia. Por ello, las explicaciones meramente naturales y psicológicas juegan un papel sólo secundario en Historia, corriendo el riesgo de obnubilar su índole específica . Pues sólo a través de las diversas comunidades de pertenencia (como son el pueblo, la nación o el grupo social) a las que el hombre está personalmente incorporado se despliega el curso de la Historia. «Lo que importa al historiador son ante todo las intenciones del espíritu creador (ya sea una personalidad individual o supraindividual), que encuentran mayor o menor cumplimiento en su obra, así como los actos de los que ésta surge. No pretende explicación (Erklärung) genética, sino comprensión (Verständnis) genética» .
Pero, ¿cuál es el lugar de la Historia dentro de las Ciencias del Espíritu? La respuesta de nuestra autora parte de la clasificación de estas Ciencias en Ciencias de la Cultura (en las que entran la Economía, el Derecho, la Literatura, el Arte, la teoría del Estado…) y Ciencias históricas, ocupándose las segundas del surgimiento y despliegue de las formaciones culturales anteriores. Las primeras pueden ser empíricas o bien a priori, ya que sus objetos admiten tanto una consideración circunstanciada y particularizada como una indagación de los principios esenciales por los que cada una de ellas se reconoce. Es una diferencia que se advierte porque «las lenguas nacen, el derecho positivo se crea, pero la lengua y el derecho no tienen nacimiento. Hay que destacar, además, que el contenido espiritual de las formaciones culturales, como ‘singularidad eidética’ que no admite diferenciación ulterior, pertenece al dominio de lo ideal, el cual no es creado, sino realizado cuando el espíritu creador lo forja en un material» . De estas dos subdivisiones en las Ciencias de la Cultura, la Historia remite patentemente a las unidades culturales empíricas.
Pero a su vez el tratamiento científico de la individualidad se desenvuelve a dos niveles, dados respectivamente por el objeto de la Psicología, en que el individuo es ejemplar de un tipo, y por la persona, que posee una cualidad distintiva acuñada por ella misma en forma de carácter. «Cada persona espiritual tiene su cualidad, que presta a cada uno de sus actos una nota individual aparte de su estructura universal» . Mientras que el individuo psíquico está en función de regularidades explicativas, de una índole específicamente distinta que las leyes explicativas de la Naturaleza, la persona, en cambio, posee en sí misma y en cada uno de sus actos una individualidad cualitativa caracterizada: «Sólo en el dominio del espíritu hay una privacidad (Eigentümlichkeit) cualitativa, que no se deja comprender como punto de intersección de legalidades universales, sino que está fundada en la singularidad interna del individuo» . Y dado que en las interacciones psíquicas no llegan a adquirir forma las unidades supraindividuales que históricamente se gestan , el signo de la individualidad histórica no está en la mera contingencia de lo que llega a ocurrir, sino en el agente personal en su dimensión comunitaria.
Así, pues, para E. Stein el a priori de las Ciencias históricas no reside en unas leyes generales inexistentes, ni en los hechos históricos a fuer de contingentes, sino en las configuraciones espirituales procedentes de la persona y que reciben expresión en las obras históricas irrepetibles. A la determinación precisa del lugar, el momento y las circunstancias del caso corresponde la singularidad de las decisiones de los agentes históricos personales. Y a la constancia externa de los testimonios que alega el historiador corresponde el ámbito comunitario en que se inscriben los sucesos históricos.
Pero, a diferencia de las expresiones literarias y artísticas, las fuentes históricas no son expresión directa de su a priori espiritual, sino que han de ser interpretadas y contrastadas, sin estar en condiciones de proporcionar por sí solas el acceso viviente inmediato a la expresión personal. La realidad histórica singular y las conexiones de sentido total en las que se emplaza están siempre más allá de los testimonios generales y externos, por lo que apenas cabe encontrar una conclusión histórica que sea, por así decir, la última palabra. «Todo lo que está ya interpretado puede experimentar una transformación, nada está fijado definitivamente. Sólo si fuéramos capaces de recorrer el nexo de conjunto de la Historia, estaría también cada hecho singular determinado en su sentido de un modo definitivo. Como no es éste el caso, queda abierta siempre la posibilidad de una ilusión (Täuschung)» .
Es un modo de acusarse la falta de originariedad de lo histórico antes destacada. Por ello la significación histórica de los acontecimientos tiene en su base una analogía tipificada con la experiencia vivida en presente. La fecundidad de las primeras investigaciones sobre la empatía se muestra también aquí: Pues así como la experiencia de lo ajeno la encontramos con arreglo a un tipo psíquico que ya ha sido reconocido en la propia experiencia (estados de «enojo», «agradecimiento»…), asimismo la relevancia histórica de un acontecimiento o de una época la captamos desde la verificación en el presente de unos rasgos históricos generales, tales que en aquellos contextos podríamos haberlos hecho propios los hombres de la generación presente.
La única vida consciente es la que pertenece a los individuos, por lo que sólo en ellos la comunidad se torna consciente de sí. Las vivencias individuales y comunitarias se separan, de este modo, dentro del ámbito común de las vivencias constituidas en el individuo. A partir de aquí emprende nuestra autora un estudio pormenorizado —al que aludiremos luego esquemáticamente— de aquellos géneros de vivencias en las que se sostienen las unidades comunitarias. Esto no significa, en el otro extremo, que la autenticidad de las unidades colectivas haya de deberse a decisiones expresas de los individuos que las forman, según expone en sus lúcidos comentarios críticos al tratamiento heideggeriano del «se». «Si se reconoce que el singular necesita de la comunidad portadora…, entonces ya no procede concebir el «se» como una forma de caída (Verfallsform) del sí mismo y como en absoluto nada distinto de él. El «se» no designa a ninguna persona en el sentido propio de la palabra, sino a una pluralidad de personas, que están en una comunidad» . El «se» anónimo es la forma tímida y disfrazada de asomar ya el nosotros comunitario.
Los estudios históricos empíricos no pueden traspasar los márgenes fenomenológicos de sus condiciones esenciales a priori, dadas por la estructura personal-comunitaria del hombre, por diversas que sean las vías como en concreto ésta ha irrumpido y se ha consolidado. Sin duda los vínculos corporativos artesanales del Medievo, la integración social operada por las naciones-Estado modernas o las comunidades culturales que en el presente se reclaman de un entronque común son distintas realizaciones históricas, condicionadas por el propio transcurso de la historia, de una misma apertura comunitaria radicada en el ser personal antes de toda elección.
En este orden esencial el acceso al objeto histórico partiendo de la persona se dispone conforme a los tres escalones siguientes: 1º) vivencias fenomenológicas capaces de fundar una comunidad de personas, 2º) conexiones motivacionales de sentido supraindividual, y 3º) formas de causalidad no intencional.
1º) Mientras que las vivencias situadas a un nivel meramente sensible no pueden de suyo ser compartidas, los actos con intención significativa universal hacen posibles las formas de reciprocidad de las que se nutren los conjuntos históricos. En este sentido, tanto los actos aprehensivos universales (intuitivos o imaginativos) como los actos categoriales (tales como el juzgar, el concluir, el relacionar, numerar…) son aptos para ser reactivados en distintas conciencias y para congregarlas en una unidad superior: así, un pueblo se remite a orígenes legendarios comunes, un cuerpo de vigías tiene la representación común de lo que ha de inspeccionar, una sociedad bancaria ha de poner en común las cuentas y saldos… Por su parte, también las vivencias afectivas unifican a varios sujetos, en la medida en que se puede desprender de ellas un núcleo universal idéntico, pasando por alto la coloración subjetiva con que en cada conciencia se presenta, como es por ejemplo —alega Stein— la tristeza de la tropa en su conjunto por la pérdida de su jefe.
2º) Los nexos entre las vivencias intencionales y entre sus objetos característicos son motivacionales, y cuando ponen en relación a unos sujetos con otros y a comunidades humanas con otras comunidades se traducen en motivos no meramente biográfico-narrativos, sino sociales e históricos. «El miembro de enlace por medio del cual se sueldan en unidad las vivencias intencionales y las objetividades que se constituyen en ellas es la motivación. Pero en nuestro contexto resulta que la motivación no se limita a la vivencia individual, sino que se extiende a otros individuos» .
3º) La necesidad de un tercer peldaño típicamente histórico lo pone de relieve Stein indirectamente en la discrepancia que muestra con la concepción —ejemplificada por G. Simmel— que hace depender la historicidad de los acontecimientos de la perspectiva del historiador, como si no hubiera un objeto que por sí mismo fuera histórico. Admite, ciertamente, que a favor de tal concepción habla el hecho de que hasta que no lo vemos desde fuera, una vez concluido y por tanto desde cierto ángulo de mira, no nos aparace un conjunto de acontecimientos como histórico. Pero lo único que de aquí se concluye es «que el rendimiento de sentido del acontecer originario era múltiple, no que cada uno haya interpolado otro sentido» .
La realidad histórica tiene su propia temporalidad y causalidad, no puestas por el intérprete de los acontecimientos: la primera, debida a la dimensión generativa del tiempo humano, y la segunda, como resultado del cruce de las intenciones subjetivas entre sí y con los hechos externos a ellas. Con todo, Edith Stein no ha abordado expresamente los rasgos típicos del cambio histórico. Lo que más se le aproxima es la distinción, efectuada a otro nivel, entre conexión motivacional e influencia causal en el psiquismo individual y en las relaciones sociales. Así, el estado despejado de la mente en quien me acompaña me hace sobreponerme a un estado de fatiga y enfrentarme a un problema: con ello se hace patente que «no parece requerido que el estado ajeno llegue a ser objeto para mí, es decir, que yo esté dirigido de modo especial a ese estado y lo aprehenda claramente» . Por analogía cabe entender que también los acontecimientos históricos están sometidos a formas de causalidad que escapan a las intenciones de sus autores y a las leyes de sentido que rigen los actos sociales.
Tiempo generativo, sentido motivacional de sus actos y causalidad psíquica son tres modos de poner en relación el transcurso histórico con el hombre, como ser temporal, motivado por el sentido en su actuación y expuesto a condiciones psíquicas causales respectivamente. Pero este protagonismo histórico del hombre no es sólo un principio epistemológico necesario, sino que se convierte hoy en un imperativo ético, una vez que se ha comprobado con particular elocuencia dramática que ni los agentes globalizadores de la política (equilibrio de poderes) ni los de la economía (fondos de cohesión) han garantizado por sí solos unas condiciones de pacificación y estabilidades generales. A esta luz nada tiene de extraño que la Teoría social y política actuales haya detectado en la Europa comunitaria la ausencia de unos derechos de ciudadanía comunes, consistentes en aquellos lazos humanos a los que no pueden reemplazar los anómimos mecanismos globalizantes.

TEMPORALIDAD E HISTORIA EN E. STEIN
Urbano Ferrer

Una primera descripción de la temporalidad arroja los siguientes resultados:
La línea temporal no puede ser dada vivencialmente ni en su totalidad serial ni en los distintos ahoras que la integran, por impedirlo la fugacidad esencial de sus momentos, de tal modo que cualquier identificación de un instante presente deja de ser simultánea con él para convertirse en la actualización de lo que ya ha fluido de modo irrepetible. Pero esto no significa que la serie se deba necesariamente a una reconstrucción artificial, que proyectara sobre el espacio y en vista de necesidades pragmáticas la totalidad vivida acumulativamente, tal como entiende Bergson la representación objetiva de la durée, de suyo singular e irreductible. Existen, por el contrario, según creo modos originarios de darse la temporalidad como un todo duradero, y no como una mera dilatación de la conciencia que nunca pudiera ser objetivada en tanto que unidad.
Advirtamos, por ejemplo, la experiencia del durar, en que sin medir su longitud nos volvemos hacia aquello que está en curso y lo identificamos como durable: no se trata de la duración vivida, sino del tema que duraderamente nos ocupa. Y aun la propia unidad de la conciencia como secuencia irreductible a otras conciencias sólo puede ser destacada fijándole unos límites temporales: desde su despertar hasta ahora, y si se trata de un lapso de conciencia determinado su unidad se acusa entre uno y otro punto de duración, sin por ello salirnos de la propia corriente temporal. Denominaremos a estas posibilidades modalidades de la conciencia actual del tiempo, por contraposición a la conciencia inactual, en que el tiempo no está recubierto por una conciencia de objeto que le diera cumplimiento actual, sino que es una temporalidad que la propia conciencia sobreentiende. Tal ocurre cuando el modo de darse la temporalidad es como distancia respecto de algo recordado o en relación con un proyecto todavía no realizado: es ésta una duración en vacío , no actualizada, pero insalvable, porque en ninguno de los dos casos podemos remontar el hiato temporal que nos separa de lo que ya fue o de lo que por ahora es sólo anticipado.
Pero además de la temporalidad propia hay una temporalidad trascendente a las vivencias, en tanto que pertinente a alguna realidad ajena. Así, la descomposición del mensaje que el otro ha debido recomponer para hacérnoslo transmisible es el modo de acomodación a un tiempo que no es el de la propia conciencia, o cuando apercibimos unos estados anímicos duraderos en el otro a partir de su expresión facial estamos apuntando a un tiempo no vivido en primera persona. Y también hay tiempo en los modos sucesivos de aparecer el objeto idéntico y trascendente a las vivencias, en tanto que sólo a través de estos modos temporales puede ser identificado (ya se trate de una ciudad, una manzana, una obra de arte…).
Nos han aparecido, así, fenomenológicamente tres formas de temporalidad: a) la actual o constituida en los propios actos conscientes; b) la forma temporal inactual, tal que, sin ser dada, hace de motivo de transición a lo que se manifiesta actualizadamente, c) y la temporalidad trascendente, cuando la unidad que se esboza en el tiempo no es ella misma constituida en el tiempo inmanente de la conciencia, sino que requiere, según Edith Stein, la mediación de la Einfühlung o empatía con alguna otra realidad. Siguiendo el pensamiento de la discípula de Husserl prestaremos especial atención a estas formas de temporalidad, tanto en su presentación fenomenológica como en su significado ontológico.
Por último, las leyes temporales motivacionales, que establecen la conexión esencial entre los distintos sucesos anímicos así como entre las fases de desarrollo y transformación de los conjuntos sociales y culturales, son las que efectúan el tránsito a la comprensión histórica. A este respecto Stein cuenta, de un modo negativo, con la irreductibilidad de este género de comprensión a toda explicación naturalista y psicologista y, ya en un orden positivo, con las fuentes y procedimientos que dan su peculiar fisonomía al proceder histórico.

1. Temporalidad actual
Que el momento actual sea siempre sólo un presente podría llevar a dar por sentado que el pasado y el futuro fuesen meros objetos ideales, fingidos respectivamente en los actos presentificadores del recuerdo y de la anticipación. Pero esta tesis se revela insuficiente al advertir que sin lo que acaba de ser y sin lo que va a ser, como fases temporales iterables de modo indefinido y acotables a su vez según una extensión más o menos amplia, el presente vivido no sería. Asistimos en el presente al hacerse pasado y al anunciarse el futuro. A la experiencia de la unidad temporal, tanto como a cada una de sus posibles divisiones internas, pertenece conforme a su sentido completo la experiencia del surgimiento y del desvanecerse, así como la gradualidad en su formación, tal que se incorporan en ella los momentos incoativos, los declives y el punto álgido, que da espesor a los demás . Hedwig Conrad-Martius, cuya obra Die Zeit fue ampliamente comentada por la filósofa judía, entiende como irreal cualquier fijación de un segmento temporal, ya que lo único real es el ser transcursivo en presente .
El tiempo actual es, por tanto, fenomenológicamente extenso, en correspondencia biunívoca con la linea recta espacial. No hay intervalos entre cada uno de sus puntos, sino prolongación serial de los unos en los otros hasta integrar el continuum. Por ello la delimitación de uno u otro agregado temporal en el seno de la totalidad continua es siempre debida a un acto discontinuo con la corriente viva en la que está inserto, acto proveniente del presente activo y que sólo por relación a alguna unidad intencional objetiva otorga su relevancia temporal progresiva a las partes del continuo.
Encontramos, de este modo, las dos condiciones correlativas de toda unidad de experiencia temporal: a) el objeto dado intencionalmente, que la especifica y recorre, y b) el yo que con su acto intencional la unifica. Como expone nuestra autora a propósito de la experiencia vital del estar alegre, «la vivencia del contenido de alegría está condicionada por dos lados: por el lado del objeto y por el lado del yo» .
El objeto experienciado deja, así, de estar encadenado al fluir temporal, en la medida en que puede ser identificado como una unidad provista de una notación esencial y reavivada, por tanto, en distintos momentos: este sonido, esta noticia que me sorprende o que me hace alegrarme, las propias sorpresa y alegría… El pasar no hace cuña en tales contenidos identificacionales, sino sólo en su hacerse-conscientes para un sujeto, en tanto que vienen precedidos por una modificación afeccional corpórea: la impresión que recibo al oir, la atención que pongo en enterarme de la noticia, la vibración subjetiva que acompaña a la sorpresa o a la alegría… Por su parte, el yo vacío de determinaciones y que está presente en todas «sus» vivencias temporales emerge constantemente con ellas sin desaparecer en ellas, sino permaneciendo el mismo a lo largo de todo el decurso, sin que tenga necesidad de una síntesis de identificación para reconocerse como el que ha efectuado o irá a efectuar tales actos anteriores o posteriores. Pero este yo atemporal en tanto que invariable es, no obstante, el que actualiza las diferencias temporales y les presta la vida propia de lo que todavía es (transformable en el «ya no es»), de lo que está siendo y de lo que está por ser (transformable en el «ya es»). Dilucidemos más de cerca esta aparente paradoja.
Sería un espejismo creer que el yo inseparable de sus actos está sumido en ellos, traído y llevado por sus posiciones respectivas, cuando lo cierto es que es él mismo quien establece las diferencias temporales vivientes. Retención y protención son, en este sentido, perspectivas temporales relativas al yo viviente . Un modo de advertir el exceso fenomenológico del yo sobre sus vivencias temporales es el que resulta de que puede alejarse —temporalmente— de sus contenidos de experiencia, y entonces se los representa convirtiéndose a la vez a sí mismo en objeto, tanto antes de vivirlos en su identificación por adelantado con ellos (la alegría que voy a tener) como cuando ya se han esfumado de su temporalidad viviente y los hace objeto de recuerdo. No hay en uno ni en otro caso una identificación del yo presente con el yo pasado o con el yo por venir porque no hay dos yo, sino que mi yo nunca es un otro para mí mismo, como lo son en cambio temporalmente las distintas vivencias entre sí.
Pero Stein encuentra en la temporalidad actual también el índice de la noción ontológica aristotélica de potencialidad. La potencia es lo que vincula ontológicamente los tres momentos temporales, impidiendo que del no-ser brote el ser y que el ser se disuelva en el no-ser: «soy ya lo que estoy por ser en el porvenir y soy todavía lo que era antes» puede decir en términos de potencialidad el ser subyacente a las diferencias temporales. El tiempo revela al ser finito en su carácter intermedio entre el ser y el no-ser, hasta el punto de que el ser le es arrebatado en el mismo punto en que le es dado, limitándose, de este modo, a rozarlo tangencialmente . Si fenomenológicamente el tiempo es extensional y ampliable ad libitum, ontológicamente es el punto de contacto del ente particular (constitutivamente potencial) con el existir pleno y eterno .
La serie temporal continua no puede solaparse, por tanto, con una vida continua e ininterrumpida en el yo, sino que se topa con intermitencias que no puede rehacer mediante la memoria. La temporalidad debida a los actos conscientes no alcanza a reproducir la secuencia viviente temporal, sino que se encuentra con unos límites no conscientes tanto en el empezar a existir (lo que Unamuno denominaba su ultracuna) y en su abandono del tiempo como en los lapsos no abarcables por actos de conciencia. Así, pues, el yo vivo en sí y que da vida a sus contenidos de experiencia no puede, sin embargo, prestarles la actualidad del ser viviente plenario, porque se le escapan temporalmente, habiendo de reactualizarlos con nuevos actos vivificadores. La atemporalidad fenomenológica del sujeto idéntico a través de sus actos variables antes puesta de relieve pasa por ser ahora la cifra de la deficiencia característica de quien ha de ser sostenido a cada momento en el ser, volviéndose así temporal si se lo considera desde este nuevo ángulo ontológico .
Por su parte, las variaciones temporales en las esencias proceden de su sujeto portador, que es el que propiamente está sujeto al transcurso. Según el procedimiento fenomenológico, la esencia se obtiene por el ejercicio imaginativo de la variación libre (freie Variation) a partir de los más diversos ejemplares suyos, en la medida en que les pertenece un residuo común (la rojez, el ser-mansión, la alegría…) en medio de las diferencias en los modos individuales de realización. Pero si bien el quid resultante está sustraído al tiempo , sólo es actualizado como «este» en los sujetos temporales cambiantes, que le imponen la gradualidad del desarrollo . La esencia sólo se realiza pasando por los altibajos en la duración debidos al individuo en el que se actualiza. Los caracteres provenientes de la temporalidad en los individuos se añaden a la esencia general hasta suministrarle su quid completo: por ejemplo, una alegría en principio empañada por una ocupación simultánea, que se fue luego concentrando, que tuvo tales o cuales consecuencias… No son notas que incrementen la esencia intemporal de la alegría, sino que bien al contrario la contraen en razón de las particularidades temporales de su realización en un individuo cambiante.
Según las descripciones anteriores, la actualidad del tiempo se ha bifurcado en la temporalidad de la donación para un yo que provee de vitalidad a sus experiencias y en la temporalidad propia de la realización de la esencia, que es la que dota de su quid idéntico al compuesto temporal. Mientras la primera delata la inactualidad ontológica de su sujeto potencial, la segunda patentiza la intemporalidad de los rasgos esenciales, que han de ser completados por las notas individuales. En las dos situaciones el tiempo se presenta como condición necesaria para la manifestación consciente y para la efectividad del individuo respectivamente, pero también como revelador de una limitación ontológica tanto en el sujeto como en los contenidos de esencia que se le ofrecen en la experiencia.

2. Temporalidad inactual
Son inactuales todos aquellos intervalos que separan la conciencia presente de lo presentificado en ella, en tanto que no se le conmensura al modo de una conexión esencial o al modo de lo inteligible en acto; en otros términos: cuando el correlato no es mero correlato, sino que está bordeado de horizontes espaciotemporales implícitos, tenemos un tiempo inactual, tendido entre la vivencia presente y aquello que ella actualiza al entresacarlo por así decir de la implicitud temporal que lo envuelve. El tiempo inactual se puede caracterizar también como la distancia entre el fenómeno copresente al acto vivido en presente y el acto que es dado eventualmente como correlato de este último de resultas de una conversión objetivante del fenómeno: es lo que ocurre en el recuerdo (por ello no hay un «vivir en el recuerdo», como solemos decir, en la medida en que el recuerdo implica la conciencia de un tiempo intermedio no actualizado entre el presente y lo presentificado), pero también en la interpretación de los signos, en tanto que remiten, en su disposición continua en el espacio y en el tiempo, a un acto que sobrepasa con su unidad el simple fenómeno sucesivo de configuración de los signos, sólo dado inactualmente como lugar de paso.
A diferencia del tiempo que acompaña a la experiencia de los contenidos intencionales, las asociaciones pasivas de la temporalidad no son sólo anteriores en su nivel más elemental a toda conciencia intencional, sino que asimismo posibilitan desde su inactualidad la conciencia explícita y actualizada de lo recordado y de lo anticipado . Pues el recuerdo es un volverse a lo que ya se reconoce como pasado, análogamente a como la anticipación es un dirigirse a lo que conscientemente está por venir (el tiempo es previo, por tanto, a sus actualizaciones por el recuerdo y la anticipación). Nos aparece, así, la doble perspectiva temporal preintencional del durar y del pasar: el tiempo dura al hacerse pasado y el tiempo pasa si se lo sitúa por relación al horizonte del futuro .
Pero además de estas asociaciones formales, constituyentes de la propia serie temporal, están las asociaciones también preintencionales —no dadas en una conciencia actual— que adhieren a los contenidos temporales sedimentados y que son debidas a alguna síntesis por semejanza entre ellos, análoga a la que establece los enlaces entre los campos sensibles, ya sean por semejanza, contraste o continuidad. Las semejanzas en el tiempo pueden presentarse por continuidad en los segmentos vacíos (como cuando acoto un siglo o la época después de la Gran Guerra), o bien por constituir etapas de un único movimiento sea o no viviente, o tambien por remitir el símbolo como lugar de tránsito temporal a lo que en su unidad esencial viene directamente apuntado por medio de él (así, los garabatos que he de ir recorriendo con la vista desvían mi atención más allá del tiempo, hacia lo que está significado en ellos). Examinaremos sucesivamente cada una de estas posibilidades.
A) La asociación del tiempo consigo mismo va más allá de los límites intraconscienciales hasta el punto de extenderse como un único tiempo al de los predecesores y al de los sucesores. Pero aun el propio tiempo presente se estructura también como el mismo tiempo de la coetaneidad para las diversas y entrecruzadas corrientes de conciencia. El momento de intersección, en que unas y otras conciencias coinciden y despuntan simultáneamente, es el «mientras». No se trata con ello de una cesura efectuada desde fuera, como la que marcan los cronómetros, pero tampoco de la mera convergencia entre los distintos tiempos, exterior también a los respectivos decursos, sino de su emplazamiento común, que asocia con anterioridad a cualquier acto sintético las temporalidades de los sujetos que conviven próximos y que se ensancha progresivamente hasta incluir a todos aquellos sujetos que componen una generación.
La constitución del «nosotros» tiene uno de sus supuestos primarios en esta unidad asociativa del tiempo. Reparemos, a modo de comparación, en que cada cuerpo vivo es un centro de orientación a través de sus perspectivas mundanas correspondientes, pero el mundo que aparece de este modo no se fragmenta en esa pluralidad, de tal modo que hubiera que recomponerlo luego integrando las perspectivas. La unidad del mundo no se resquebraja en las diversas perspectivas espaciales complementarias aportadas por cada sujeto desde su corporeidad, como si resultara de su agregación. Precisamente la consideración del «allí» mío como un «aquí» para el otro y la posibilidad correlativa de intercambio de los puntos de mira espaciales sólo es posible si ambos nos situamos en un único mundo . Pues bien, de un modo análogo tampoco el tiempo «nuestro» —el de los contemporáneos— es una sincronización proyectada desde el exterior sobre los tiempos variables de cada cual, por cuanto la unidad del mientras es la expresión temporal de la agrupación comunitaria: se dice «mientras te veía, venías», pero también «mientras los unos ganaban la batalla los otros eran derrotados» y «mientras tanto», en que resumimos con el adverbio «tanto» las diversas ocurrencias no actualizadas y temporalmente congregadas con «mientras», por alejadas que estén.
Como es sabido, esta línea de desarrollo fenomenológico ha sido seguida por la Fenomenología del tiempo social de Alfred Schutz . Los tipos sociales anónimos y fijos (tales como las categorías epocales e históricas) sólo pueden plenificarse en los actos subjetivos vivientes y en sus horizontes temporales preactuales. E. Stein adopta también la noción social de tipo (ser europeo, ser español, ser adulto…), sin referirla ciertamente de un modo expreso a la inclusión en ella del tiempo asociativo, pero sí poniendo de manifiesto como un doble componente suyo las formaciones sedimentadas recibidas y la acuñación temporal particular que cada persona les imprime. En cualquiera de estos tipos se funden en un término medio aproximado no sólo las diferencias de proximidad o de lejanía al punto cero, sino también las diferencias temporales entre los diversos sujetos que caen bajo el mismo tipo. «El hombre singular como miembro de una comunidad incorpora un tipo humano… Si entendemos por tipo social lo que se capta en el comportamiento de un hombre como un todo configurado y común con otros, el tipo social es algo determinado desde fuera, es decir, a través de las condiciones de vida, y desde dentro» . Entiendo que el tiempo pasivo de las inactualidades juega aquí su papel precisamente como la base sedimentada más elemental en el esbozo de los tipos.
B) En segundo lugar, el tiempo está también latente en el despliegue actual de las esencias. Si bien la identificación de las esencias vivientes limitadas se sustrae como la de cualesquiera otras al flujo del tiempo, su realización individual, en cambio, se distiende en una multiplicidad espacial articulada (un organismo) y en una pluralidad de etapas que apuntan a un vértice o punto culminante (su telos). El acceso a las unidades esenciales no puede por menos de venir mediado por el modo transcursivo de aparecer en que se desvela su dinamismo . Las esencias que se exteriorizan en rasgos dinámicos externos lo hacen, así, conforme a la ley del desarrollo temporal .
El tiempo no es aquí un marco externo ya dado ni una medida actual precisa que aplicáramos al dinamismo, sino que es necesario como puente por el que retroferir según un orden legal propio las notas reales a su núcleo esencial constante. Es un modo inactual porque lo actual en él es sólo la versión de las fases del desarrollo al principio esencial que las sustenta sin connotación de la sucesión de las fases. Stein lo expone con los siguientes ejemplos: «La planta se desarrolla según una ley unitaria de formación. Raíz y tallo, hojas y flores, su modo de estar y de moverse y aun la particularidad de su devenir, de su madurar y de su debilitación coinciden en ser «exteriorización» múltiple de una esencia» . O bien más explícitamente: «El devenir de la realidad (de una figura temporal como una melodía) corresponde al despliegue de la esencia: espacio y tiempo pertenecen a estos modos de ser particulares» .
C) Pero no sólo la esencia se expone temporalmente en su desarrollo, sino que también, de modo inverso, encontramos rasgos sensibles y corpóreos que nos remiten a través del tiempo a una unidad viviente, sin que igual que antes el tiempo comparezca intencionalmente. En los signos escritos por los que paso la mirada veo el significado que los interpreta, así como en los movimientos corporales del viviente humano se me patentiza una vida personal. La temporalidad consiste en estos casos en la distancia entre lo corporalmente manifiesto y el núcleo personal idéntico al que refiero en último término lo perceptible por los sentidos. Este núcleo viviente no puede venir dado a la percepción externa ni a la interna porque no es un correlato objetivo que posea propiedades cósicas, sino que nos adentramos en él sólo a través de sus expresiones exteriorizadas. Los movimientos de la mano y del rostro, por ejemplo, son figuraciones temporales de una existencia personal que siempre los trasciende.
Entre el espíritu puro, que es plenamente vida personal, y el viviente animal, que interactúa en equilibrio con el medio externo sin poseerse a sí mismo, se halla la persona humana, que dirige sus propios actos pero siempre sobre la base previamente dada de un fondo oscuro que ella en parte ilumina y conforma . Ciertamente, la percepción por el sujeto viviente de su vida propia no es de suyo un acto temporal , como tampoco lo es el momento consciente del «darse cuenta» o conciencia interna que acompaña a las diferentes percepciones . Para que la vida se patentice temporalmente se hace preciso, además de ello, apresarla en un medio que la exteriorice y tal que él mismo quede vivificado en sus movimientos. Pero precisamente la pasividad de la sucesión temporal está en correspondencia con este medio corpóreo en el que la vida se plasma.
Las afecciones del cuerpo (un dolor, un estado de fatiga…) son vividas por el yo antes de toda posible objetivación: no son tenidas por mí mediando la distancia objetivante a lo que es poseído como distinto, sino que más bien me están adscritas, todo lo periféricamente que se quiera. La metáfora de la relación entre el continente y el contenido ha de ceder, a la vista de esta proximidad entre el yo y su corporeidad, ante la de los círculos que se expanden concéntricamente cuando pasamos del yo personal a sus vivencias anímicas temporales y a su vez de éstas a las experiencias corpóreas. En estas últimas el tiempo no es ya la forma de la sucesión, como en la corriente anímica de la conciencia, sino el signo más característico de la presencia del yo en el cuerpo. Pues tanto la expresividad facial y orgánica como la resistencia que el cuerpo eventualmente opone introducen modos diferentes de hacerse patente la distancia radial constitutiva de la serie temporal —en tanto que no abarcable instantáneamente— respecto de la simplicidad puntual del yo.

3. Temporalidad trascendente
En su Disertación inaugural abordó Stein el problema de la Einfühlung o empatía, supuesta cada vez que me es dada una realidad ajena, en tanto que irreductible a los modos de la conciencia inmanente y a sus correlatos. La aprehensión del tiempo trascendente a las propias vivencias está implicada en este acto peculiar de rebasamiento de la inmanencia. Empezaremos describiéndolo.
¿Cómo percibo el significado de la vivencia ajena? A diferencia del objeto de la percepción externa, que se recubre con los escorzos que lo hacen manifiesto a la conciencia, el significado de la vivencia del otro nunca me es hecho presente inmediatamente, sino siempre en gestos o expresiones, vehiculado por ellos y a la vez siéndoles trascendente. En la percepción de las vivencias ajenas falta el carácter originario de lo dado en sí mismo, pues lo presentificado con ellas no se convierte en originariamente vivido, como tampoco lo recordado se resuelve y agota en ser el correlato del acto de recordarlo, por más que en este segundo caso haya la continuidad entre ambos que les presta su pertenencia a un mismo yo. Pero si la empatía no es una donación en directo, trasparente por así decir, tampoco es un saber vacío (angenommene) de la vivencia del alter ego, sino una experiencia referida a una vivencia originaria de la conciencia ajena, del mismo modo que el recuerdo recuerda alguna vivencia originaria y la presentifica. ¿Cómo es esto posible?
Stein parte de que para poder captar movimientos subjetivos orgánicos en otro cuerpo tengo que haberlos percibido ya —al menos con el carácter potencial del «yo podría si…»— en mi propio cuerpo, y de tal manera que me hayan aparecido indisociablemente como subjetivos y como objetivos . El rasgo corporal propio que percibo objetivamente es simultáneamente apercibido en tanto que perteneciente a mí como sujeto y expresivo de mi subjetividad, sin tener que efectuar para ello una asociación externa entre ambos planos porque nunca han aparecido disociados. «El cuerpo es inmediatamente aprehendido como sentiente, lo cual le diferencia precisamente del mero organismo… Se siente a sí mismo, es cuerpo sentiente por así decir de parte a parte y sentiente continuamente, no sólo en su superficie y no sólo cuando es alcanzado por los estímulos externos» .
La comparación con la apercepción trascendente de las cosas nos permite apreciar que tampoco en ésta concluimos unos rasgos singulares a partir de otros, sino que los componentes actualmente dados remiten a los demás, formando entre todos una unidad perceptiva delimitada en sí misma, pero a la vez proseguible en su interior según direcciones indefinidas. Pues bien, también la percepción del otro es una unidad en que los diversos estratos se interpenetran —excluyendo, por tanto, toda inferencia—, pero, a diferencia de la cosa material, no están abiertas las distintas direcciones de cara a la percepción íntegra, sino que hay una única línea radial que va del yo al alma y de éste al cuerpo. Precisamente esta irreversibilidad es la que sólo puede exponerse mediante el tiempo: así, el acto de voluntad y su exteriorización corpórea siguen este orden, o bien el estado anímico y su expresión externa están dispuestos en una tal relación de dependencia….
El cuerpo que veo como un objeto entre otros no me recuerda por asociación que sea campo de sensaciones, sino que en un solo acto me es dado externamente como cuerpo a la vez que percibido como órgano sentiente. Al palpar algo con la mano tengo el esquema corporal perceptivo e, inversamente, al percibir la mano veo sus campos sentientes. Veo la dureza táctil en las falanges de los dedos y la suavidad en las yemas . Como en las sedas del cuadro El Entierro del Conde de Orgaz de el Greco veo no sólo el brillo, sino también su lisura y trasparencia.
La misma dualidad es la que aparece en la percepción del cuerpo en movimiento: percibo el cuerpo movido y a la vez el estarse moviendo como un solo término perceptivo. Diferenciamos en este sentido entre mover un miembro dormido, que no forma parte del yo corpóreo, y moverme con estos miembros, de tal modo que el movimiento objetivo en los segundos no podría tener lugar sin la cinestesia subjetiva. Si bien el cuerpo que se mueve es identificado como cuerpo movido en una única aprehensión, la parte moviente, en la que actúa el yo, es la que posibilita la constitución de la parte móvil viviente (El paralelismo entre la continuidad del tiempo y la del movimiento es notorio ). Análogamente, de que el cuerpo propio sea dado a sí mismo como sentiente depende que pueda ser percibido como sentido, sin que se interponga hiato temporal entre ambos momentos.
Pero el punto de enlace entre la captación del movimiento y del sentir propio y la del movimiento y el sentir ajeno es la noción de tipo corporal viviente, en la que desde el principio el primero es encuadrado. Pues no sólo me capto a mí mismo en mi corporalidad viviente, sino que dispongo a partir de ahí del tipo genérico «cuerpo viviente», con su consiguiente apertura a los otros ejemplares singulares en los que se realiza. Son tipos que carecen de unos límites fijos, estando en condiciones de plegarse a las variables y contingentes realizaciones .
Y justamente lo que aparece soslayado y nivelado en los tipos son las diferencias temporales entre los individuos que caen bajo ellos, por tratarse de lo que delimita el carácter inconfundible de cada cual. Para aprehender la temporalidad viviente del otro, en su surgimiento continuo, no basta, por tanto, el tiempo objetivo medible, que prescinde de las diferencias interindividuales. Sólo a través de la expresión corporal externa puedo trasladarme a una temporalidad columbrada, que sin embargo nunca puedo tener originariamente presente. En el rostro veo acontecer a alguien, que estaba ya desde antes de hacérseme presente, así como en sus movimientos leo los efectos de un devenir precedente.
El desencadenamiento interno de este devenir constitutivo del ser vivo no sólo escapa a toda percepción objetiva, sino que tampoco es comunicable a otros vivientes, a diferencia del movimiento mecánico, que se transmite de unos a otros cuerpos. La aprehensión correspondiente mantiene, por tanto, la distancia a lo que está más allá de toda objetivación, y consiste en un adentramiento —a lo que llamamos empatía (Einfühlung)— a través de unas manifestaciones externas que nos eran ya familiares. En la empatía el fenómeno perceptivo se limita a funcionar como lugar de paso hacia lo canalizado por él. La eventual objetivación de este lado fenoménico externo es siempre posterior a su donación primera como expresión subjetiva, análogamente a como los signos vocal y escrito conducen por sí mismos a lo significado, siendo menester un giro en la atención para reparar en ellos.
A fuer de ajeno el tiempo del otro no puede ser asimilado por la propia corriente temporal, ni tampoco dado actualmente en una percepción interna, en vista de la irreversibilidad que separa lo actual de lo inactual. Sólo cabe un saber cierto basado en el tipo común «viviente corpóreo» y en la diferencia fenomenológica entre las actualidades e inactualidades de la conciencia, que traspongo al aplicárselas al otro, pero es un saber carente de representantes intuitivos propios e impropios. Conviene diferenciar a este propósito entre la empatía del curso temporal de las vivencias ajenas y su posible reconstrucción a posteriori, para la que sí es apta dentro de ciertos límites la percepción interna modificada. A este respecto, los 12 hombres sin piedad del célebre film reconstruyen en actos de cumplimiento imaginativo los diversos pasos del homicidio que investigan, pero en ningún momento confunden la temporalidad fingida por ellos con la del acontecer ya pasado que guía su reconstrucción.
Los caracteres trascendentes dados en la empatía conciernen también a la percepción del cuerpo propio cuando lo señalo como propio partiendo de la percepción meramente externa o bien de la modificación imaginativa. En el primer caso el yo integra por medio de la empatía al cuerpo que le es dado externamente al pesarlo o al medirle la cintura, de tal modo que nunca aparezca la dualidad entre cuerpo subjetivo y cuerpo objetivo, por más que la donación admita los dos modos. En el caso de las modificaciones de la imaginación lo que incorporo al sujeto es una temporalidad trascendente: por ejemplo, en el retrato en que ocasionalmente me veo, con su fecha y demás circunstancias temporales, me identifico subjetivamente, como también en la proyección que hago por adelantado de mí como el que va a salir más tarde de la habitación soy el mismo —externamente representado— que el sujeto actual. Ocurre en estas situaciones que el yo se desplaza imaginativamente a un lugar distinto sin dejar de ser quien es, pero, como el cuerpo real no ha cambiado de lugar, la nueva temporalidad en que le inscribo —meramente imaginativa— es trascendente a sus vivencias reales.
En la empatía en general el impulso viviente es coaprehendido , funcionando como englobante de cualquiera de los movimientos que proceden de dentro a fuera. Nunca puede ser veri-ficado en su originalidad, sino que hemos de partir para su aprehensión del tipo «movimiento viviente», de que tenemos experiencia propia y que por analogía cocaptamos en las correspondientes señales externas de los otros vivientes. Las ilusiones perceptivas, como el ovillo de lana que tomamos por un escarabajo, el espantapájaros o la muñeca que al hacer señas se nos figura un personaje vivo, se corrigen en el despliegue del propio movimiento perceptivo y no excluyen por principio la indecisión, ya que la confirmación siempre está pendiente de una percepción externa que no es la originaria de la región objetiva «ser vivo».
Más específicas son las apercepciones de los significados en los movimientos anímicos personales . Lo que rige en ellas primeramente es la ley de la motivación, según la cual vemos la cólera en el ceño fruncido, la deferencia en el gesto confiado…, pero luego ponemos en relación aquellos estados con unas leyes motivacionales generales, tales como que la ofensa provoca un estado de indignación o que el agradecimiento engendra las expresiones deferentes… La mayor concreción de estos casos torna también más aventurada la conjetura, pues no sólo no podemos re-vivirla, sino que tampoco podemos reproducir la secuencia temporal entre los motivos y los estados motivados ajenos, sino tan sólo aproximarnos a su reconstrucción.

4. La temporalidad en la historia
Para la conciencia individual la luz del día es inseparable del ocultamiento de la noche, lo cual hace necesario que el día haya de venir continuamente reactualizado, y de este modo la conciencia se sume en la temporalidad acabada de examinar. Pero hay otra dimensión del tiempo paralela a la anterior y consistente en que la pertenencia a una generación ha ser igualmente sustraída a la muerte a que aboca, y ello mediante la vida de la generación siguiente . La experiencia del otro me abre, de este modo, a un tiempo que está marcado por la correlación entre el envejecer de los unos y el crecimiento de los otros. Además de la renovación individual que supera el sueño de la noche está, pues, la re-generación que con el sucederse de las generaciones se sobrepone al declive de los individuos. Topamos, así, con el tiempo de la historia, vehiculado a través de la serie generacional, según lo presentó Husserl .
Hacer historia es rescatar los acontecimientos del olvido en que por sí solos quedarían, fijándolos a un tiempo reconstruido que los torna inteligibles, pero a la vez la serie en que la historia inserta los acontecimientos no llega a hacerlos trasparentes porque ha de apoyarse en la individualidad fugitiva de cada uno, en el venir del uno tras del otro. Nos vuelve a aparecer bajo esta forma la analogía entre el tiempo de la conciencia y el tiempo de la historia. Pero ahora es la conexión motivacional con arreglo a unos contenidos lo que da consistencia a la sucesión histórica , mientras que antes eran la retención y protención en su versión intencional a los objetos las que anudaban la sucesión evanescente de la temporalidad inmanente a la conciencia.
Otro aspecto de la analogía entre ambas temporalidades, señalado por E. Stein, está en que al modo como las unidades de conciencia son destacadas mediante actos discontinuos con posterioridad a su transcurso, paralelamente los períodos históricos no alcanzan su significación hasta que han sido cumplidos; en otro caso tendríamos una mera colección de hechos, pero no una obra histórica animada por una intención (o por la concurrencia entre varias intenciones de distintos sujetos). «Sólo hay un conocimiento de las vivencias en el sentido estricto de la palabra en la medida en que han transcurrido, en la medida en que una vez terminadas son desplazadas al pasado. De manera semejante, hay una conciencia del acontecer histórico presente, que está viva en los portadores de este acontecer… Pero su conocimiento histórico no se gana hasta que el acontecer ha pasado» .
Sin embargo, lo que atrae especialmente la atención de Stein es que el tiempo cronológico de que se vale el historiador sólo es posible en el estrato espiritual de la persona, por ser de él de donde brotan las objetividades culturales, cuyo nacimiento y desarrollo son el tema de la Historia, y esto en contraste con el tiempo psíquico de la duración de la conciencia. Por ello, las explicaciones meramente naturales y psicológicas juegan un papel sólo secundario en Historia, corriendo el riesgo de obnubilar su índole específica . Pues sólo a través de las diversas comunidades de pertenencia (como son el pueblo, la nación o el grupo social) a las que el hombre está personalmente incorporado se despliega el curso de la Historia. «Lo que importa al historiador son ante todo las intenciones del espíritu creador (ya sea una personalidad individual o supraindividual), que encuentran mayor o menor cumplimiento en su obra, así como los actos de los que ésta surge. No pretende explicación (Erklärung) genética, sino comprensión (Verständnis) genética» .
Pero, ¿cuál es el lugar de la Historia dentro de las Ciencias del Espíritu? La respuesta de nuestra autora parte de la clasificación de estas Ciencias en Ciencias de la Cultura (en las que entran la Economía, el Derecho, la Literatura, el Arte, la teoría del Estado…) y Ciencias históricas, ocupándose las segundas del surgimiento y despliegue de las formaciones culturales anteriores. Las primeras pueden ser empíricas o bien a priori, ya que sus objetos admiten tanto una consideración circunstanciada y particularizada como una indagación de los principios esenciales por los que cada una de ellas se reconoce. Es una diferencia que se advierte porque «las lenguas nacen, el derecho positivo se crea, pero la lengua y el derecho no tienen nacimiento. Hay que destacar, además, que el contenido espiritual de las formaciones culturales, como ‘singularidad eidética’ que no admite diferenciación ulterior, pertenece al dominio de lo ideal, el cual no es creado, sino realizado cuando el espíritu creador lo forja en un material» . De estas dos subdivisiones en las Ciencias de la Cultura, la Historia remite patentemente a las unidades culturales empíricas.
Pero a su vez el tratamiento científico de la individualidad se desenvuelve a dos niveles, dados respectivamente por el objeto de la Psicología, en que el individuo es ejemplar de un tipo, y por la persona, que posee una cualidad distintiva acuñada por ella misma en forma de carácter. «Cada persona espiritual tiene su cualidad, que presta a cada uno de sus actos una nota individual aparte de su estructura universal» . Mientras que el individuo psíquico está en función de regularidades explicativas, de una índole específicamente distinta que las leyes explicativas de la Naturaleza, la persona, en cambio, posee en sí misma y en cada uno de sus actos una individualidad cualitativa caracterizada: «Sólo en el dominio del espíritu hay una privacidad (Eigentümlichkeit) cualitativa, que no se deja comprender como punto de intersección de legalidades universales, sino que está fundada en la singularidad interna del individuo» . Y dado que en las interacciones psíquicas no llegan a adquirir forma las unidades supraindividuales que históricamente se gestan , el signo de la individualidad histórica no está en la mera contingencia de lo que llega a ocurrir, sino en el agente personal en su dimensión comunitaria.
Así, pues, para E. Stein el a priori de las Ciencias históricas no reside en unas leyes generales inexistentes, ni en los hechos históricos a fuer de contingentes, sino en las configuraciones espirituales procedentes de la persona y que reciben expresión en las obras históricas irrepetibles. A la determinación precisa del lugar, el momento y las circunstancias del caso corresponde la singularidad de las decisiones de los agentes históricos personales. Y a la constancia externa de los testimonios que alega el historiador corresponde el ámbito comunitario en que se inscriben los sucesos históricos.
Pero, a diferencia de las expresiones literarias y artísticas, las fuentes históricas no son expresión directa de su a priori espiritual, sino que han de ser interpretadas y contrastadas, sin estar en condiciones de proporcionar por sí solas el acceso viviente inmediato a la expresión personal. La realidad histórica singular y las conexiones de sentido total en las que se emplaza están siempre más allá de los testimonios generales y externos, por lo que apenas cabe encontrar una conclusión histórica que sea, por así decir, la última palabra. «Todo lo que está ya interpretado puede experimentar una transformación, nada está fijado definitivamente. Sólo si fuéramos capaces de recorrer el nexo de conjunto de la Historia, estaría también cada hecho singular determinado en su sentido de un modo definitivo. Como no es éste el caso, queda abierta siempre la posibilidad de una ilusión (Täuschung)» .
Es un modo de acusarse la falta de originariedad de lo histórico antes destacada. Por ello la significación histórica de los acontecimientos tiene en su base una analogía tipificada con la experiencia vivida en presente. La fecundidad de las primeras investigaciones sobre la empatía se muestra también aquí: Pues así como la experiencia de lo ajeno la encontramos con arreglo a un tipo psíquico que ya ha sido reconocido en la propia experiencia (estados de «enojo», «agradecimiento»…), asimismo la relevancia histórica de un acontecimiento o de una época la captamos desde la verificación en el presente de unos rasgos históricos generales, tales que en aquellos contextos podríamos haberlos hecho propios los hombres de la generación presente.
La única vida consciente es la que pertenece a los individuos, por lo que sólo en ellos la comunidad se torna consciente de sí. Las vivencias individuales y comunitarias se separan, de este modo, dentro del ámbito común de las vivencias constituidas en el individuo. A partir de aquí emprende nuestra autora un estudio pormenorizado —al que aludiremos luego esquemáticamente— de aquellos géneros de vivencias en las que se sostienen las unidades comunitarias. Esto no significa, en el otro extremo, que la autenticidad de las unidades colectivas haya de deberse a decisiones expresas de los individuos que las forman, según expone en sus lúcidos comentarios críticos al tratamiento heideggeriano del «se». «Si se reconoce que el singular necesita de la comunidad portadora…, entonces ya no procede concebir el «se» como una forma de caída (Verfallsform) del sí mismo y como en absoluto nada distinto de él. El «se» no designa a ninguna persona en el sentido propio de la palabra, sino a una pluralidad de personas, que están en una comunidad» . El «se» anónimo es la forma tímida y disfrazada de asomar ya el nosotros comunitario.
Los estudios históricos empíricos no pueden traspasar los márgenes fenomenológicos de sus condiciones esenciales a priori, dadas por la estructura personal-comunitaria del hombre, por diversas que sean las vías como en concreto ésta ha irrumpido y se ha consolidado. Sin duda los vínculos corporativos artesanales del Medievo, la integración social operada por las naciones-Estado modernas o las comunidades culturales que en el presente se reclaman de un entronque común son distintas realizaciones históricas, condicionadas por el propio transcurso de la historia, de una misma apertura comunitaria radicada en el ser personal antes de toda elección.
En este orden esencial el acceso al objeto histórico partiendo de la persona se dispone conforme a los tres escalones siguientes: 1º) vivencias fenomenológicas capaces de fundar una comunidad de personas, 2º) conexiones motivacionales de sentido supraindividual, y 3º) formas de causalidad no intencional.
1º) Mientras que las vivencias situadas a un nivel meramente sensible no pueden de suyo ser compartidas, los actos con intención significativa universal hacen posibles las formas de reciprocidad de las que se nutren los conjuntos históricos. En este sentido, tanto los actos aprehensivos universales (intuitivos o imaginativos) como los actos categoriales (tales como el juzgar, el concluir, el relacionar, numerar…) son aptos para ser reactivados en distintas conciencias y para congregarlas en una unidad superior: así, un pueblo se remite a orígenes legendarios comunes, un cuerpo de vigías tiene la representación común de lo que ha de inspeccionar, una sociedad bancaria ha de poner en común las cuentas y saldos… Por su parte, también las vivencias afectivas unifican a varios sujetos, en la medida en que se puede desprender de ellas un núcleo universal idéntico, pasando por alto la coloración subjetiva con que en cada conciencia se presenta, como es por ejemplo —alega Stein— la tristeza de la tropa en su conjunto por la pérdida de su jefe.
2º) Los nexos entre las vivencias intencionales y entre sus objetos característicos son motivacionales, y cuando ponen en relación a unos sujetos con otros y a comunidades humanas con otras comunidades se traducen en motivos no meramente biográfico-narrativos, sino sociales e históricos. «El miembro de enlace por medio del cual se sueldan en unidad las vivencias intencionales y las objetividades que se constituyen en ellas es la motivación. Pero en nuestro contexto resulta que la motivación no se limita a la vivencia individual, sino que se extiende a otros individuos» .
3º) La necesidad de un tercer peldaño típicamente histórico lo pone de relieve Stein indirectamente en la discrepancia que muestra con la concepción —ejemplificada por G. Simmel— que hace depender la historicidad de los acontecimientos de la perspectiva del historiador, como si no hubiera un objeto que por sí mismo fuera histórico. Admite, ciertamente, que a favor de tal concepción habla el hecho de que hasta que no lo vemos desde fuera, una vez concluido y por tanto desde cierto ángulo de mira, no nos aparace un conjunto de acontecimientos como histórico. Pero lo único que de aquí se concluye es «que el rendimiento de sentido del acontecer originario era múltiple, no que cada uno haya interpolado otro sentido» .
La realidad histórica tiene su propia temporalidad y causalidad, no puestas por el intérprete de los acontecimientos: la primera, debida a la dimensión generativa del tiempo humano, y la segunda, como resultado del cruce de las intenciones subjetivas entre sí y con los hechos externos a ellas. Con todo, Edith Stein no ha abordado expresamente los rasgos típicos del cambio histórico. Lo que más se le aproxima es la distinción, efectuada a otro nivel, entre conexión motivacional e influencia causal en el psiquismo individual y en las relaciones sociales. Así, el estado despejado de la mente en quien me acompaña me hace sobreponerme a un estado de fatiga y enfrentarme a un problema: con ello se hace patente que «no parece requerido que el estado ajeno llegue a ser objeto para mí, es decir, que yo esté dirigido de modo especial a ese estado y lo aprehenda claramente» . Por analogía cabe entender que también los acontecimientos históricos están sometidos a formas de causalidad que escapan a las intenciones de sus autores y a las leyes de sentido que rigen los actos sociales.
Tiempo generativo, sentido motivacional de sus actos y causalidad psíquica son tres modos de poner en relación el transcurso histórico con el hombre, como ser temporal, motivado por el sentido en su actuación y expuesto a condiciones psíquicas causales respectivamente. Pero este protagonismo histórico del hombre no es sólo un principio epistemológico necesario, sino que se convierte hoy en un imperativo ético, una vez que se ha comprobado con particular elocuencia dramática que ni los agentes globalizadores de la política (equilibrio de poderes) ni los de la economía (fondos de cohesión) han garantizado por sí solos unas condiciones de pacificación y estabilidades generales. A esta luz nada tiene de extraño que la Teoría social y política actuales haya detectado en la Europa comunitaria la ausencia de unos derechos de ciudadanía comunes, consistentes en aquellos lazos humanos a los que no pueden reemplazar los anómimos mecanismos globalizantes.

Posteado por: urbanoferrer | 20 marzo 2010

Edith Stein

TEMPORALIDAD E HISTORIA EN E. STEIN
Urbano Ferrer

Una primera descripción de la temporalidad arroja los siguientes resultados:
La línea temporal no puede ser dada vivencialmente ni en su totalidad serial ni en los distintos ahoras que la integran, por impedirlo la fugacidad esencial de sus momentos, de tal modo que cualquier identificación de un instante presente deja de ser simultánea con él para convertirse en la actualización de lo que ya ha fluido de modo irrepetible. Pero esto no significa que la serie se deba necesariamente a una reconstrucción artificial, que proyectara sobre el espacio y en vista de necesidades pragmáticas la totalidad vivida acumulativamente, tal como entiende Bergson la representación objetiva de la durée, de suyo singular e irreductible. Existen, por el contrario, según creo modos originarios de darse la temporalidad como un todo duradero, y no como una mera dilatación de la conciencia que nunca pudiera ser objetivada en tanto que unidad.
Advirtamos, por ejemplo, la experiencia del durar, en que sin medir su longitud nos volvemos hacia aquello que está en curso y lo identificamos como durable: no se trata de la duración vivida, sino del tema que duraderamente nos ocupa. Y aun la propia unidad de la conciencia como secuencia irreductible a otras conciencias sólo puede ser destacada fijándole unos límites temporales: desde su despertar hasta ahora, y si se trata de un lapso de conciencia determinado su unidad se acusa entre uno y otro punto de duración, sin por ello salirnos de la propia corriente temporal. Denominaremos a estas posibilidades modalidades de la conciencia actual del tiempo, por contraposición a la conciencia inactual, en que el tiempo no está recubierto por una conciencia de objeto que le diera cumplimiento actual, sino que es una temporalidad que la propia conciencia sobreentiende. Tal ocurre cuando el modo de darse la temporalidad es como distancia respecto de algo recordado o en relación con un proyecto todavía no realizado: es ésta una duración en vacío , no actualizada, pero insalvable, porque en ninguno de los dos casos podemos remontar el hiato temporal que nos separa de lo que ya fue o de lo que por ahora es sólo anticipado.
Pero además de la temporalidad propia hay una temporalidad trascendente a las vivencias, en tanto que pertinente a alguna realidad ajena. Así, la descomposición del mensaje que el otro ha debido recomponer para hacérnoslo transmisible es el modo de acomodación a un tiempo que no es el de la propia conciencia, o cuando apercibimos unos estados anímicos duraderos en el otro a partir de su expresión facial estamos apuntando a un tiempo no vivido en primera persona. Y también hay tiempo en los modos sucesivos de aparecer el objeto idéntico y trascendente a las vivencias, en tanto que sólo a través de estos modos temporales puede ser identificado (ya se trate de una ciudad, una manzana, una obra de arte…).
Nos han aparecido, así, fenomenológicamente tres formas de temporalidad: a) la actual o constituida en los propios actos conscientes; b) la forma temporal inactual, tal que, sin ser dada, hace de motivo de transición a lo que se manifiesta actualizadamente, c) y la temporalidad trascendente, cuando la unidad que se esboza en el tiempo no es ella misma constituida en el tiempo inmanente de la conciencia, sino que requiere, según Edith Stein, la mediación de la Einfühlung o empatía con alguna otra realidad. Siguiendo el pensamiento de la discípula de Husserl prestaremos especial atención a estas formas de temporalidad, tanto en su presentación fenomenológica como en su significado ontológico.
Por último, las leyes temporales motivacionales, que establecen la conexión esencial entre los distintos sucesos anímicos así como entre las fases de desarrollo y transformación de los conjuntos sociales y culturales, son las que efectúan el tránsito a la comprensión histórica. A este respecto Stein cuenta, de un modo negativo, con la irreductibilidad de este género de comprensión a toda explicación naturalista y psicologista y, ya en un orden positivo, con las fuentes y procedimientos que dan su peculiar fisonomía al proceder histórico.

1. Temporalidad actual
Que el momento actual sea siempre sólo un presente podría llevar a dar por sentado que el pasado y el futuro fuesen meros objetos ideales, fingidos respectivamente en los actos presentificadores del recuerdo y de la anticipación. Pero esta tesis se revela insuficiente al advertir que sin lo que acaba de ser y sin lo que va a ser, como fases temporales iterables de modo indefinido y acotables a su vez según una extensión más o menos amplia, el presente vivido no sería. Asistimos en el presente al hacerse pasado y al anunciarse el futuro. A la experiencia de la unidad temporal, tanto como a cada una de sus posibles divisiones internas, pertenece conforme a su sentido completo la experiencia del surgimiento y del desvanecerse, así como la gradualidad en su formación, tal que se incorporan en ella los momentos incoativos, los declives y el punto álgido, que da espesor a los demás . Hedwig Conrad-Martius, cuya obra Die Zeit fue ampliamente comentada por la filósofa judía, entiende como irreal cualquier fijación de un segmento temporal, ya que lo único real es el ser transcursivo en presente .
El tiempo actual es, por tanto, fenomenológicamente extenso, en correspondencia biunívoca con la linea recta espacial. No hay intervalos entre cada uno de sus puntos, sino prolongación serial de los unos en los otros hasta integrar el continuum. Por ello la delimitación de uno u otro agregado temporal en el seno de la totalidad continua es siempre debida a un acto discontinuo con la corriente viva en la que está inserto, acto proveniente del presente activo y que sólo por relación a alguna unidad intencional objetiva otorga su relevancia temporal progresiva a las partes del continuo.
Encontramos, de este modo, las dos condiciones correlativas de toda unidad de experiencia temporal: a) el objeto dado intencionalmente, que la especifica y recorre, y b) el yo que con su acto intencional la unifica. Como expone nuestra autora a propósito de la experiencia vital del estar alegre, «la vivencia del contenido de alegría está condicionada por dos lados: por el lado del objeto y por el lado del yo» .
El objeto experienciado deja, así, de estar encadenado al fluir temporal, en la medida en que puede ser identificado como una unidad provista de una notación esencial y reavivada, por tanto, en distintos momentos: este sonido, esta noticia que me sorprende o que me hace alegrarme, las propias sorpresa y alegría… El pasar no hace cuña en tales contenidos identificacionales, sino sólo en su hacerse-conscientes para un sujeto, en tanto que vienen precedidos por una modificación afeccional corpórea: la impresión que recibo al oir, la atención que pongo en enterarme de la noticia, la vibración subjetiva que acompaña a la sorpresa o a la alegría… Por su parte, el yo vacío de determinaciones y que está presente en todas «sus» vivencias temporales emerge constantemente con ellas sin desaparecer en ellas, sino permaneciendo el mismo a lo largo de todo el decurso, sin que tenga necesidad de una síntesis de identificación para reconocerse como el que ha efectuado o irá a efectuar tales actos anteriores o posteriores. Pero este yo atemporal en tanto que invariable es, no obstante, el que actualiza las diferencias temporales y les presta la vida propia de lo que todavía es (transformable en el «ya no es»), de lo que está siendo y de lo que está por ser (transformable en el «ya es»). Dilucidemos más de cerca esta aparente paradoja.
Sería un espejismo creer que el yo inseparable de sus actos está sumido en ellos, traído y llevado por sus posiciones respectivas, cuando lo cierto es que es él mismo quien establece las diferencias temporales vivientes. Retención y protención son, en este sentido, perspectivas temporales relativas al yo viviente . Un modo de advertir el exceso fenomenológico del yo sobre sus vivencias temporales es el que resulta de que puede alejarse —temporalmente— de sus contenidos de experiencia, y entonces se los representa convirtiéndose a la vez a sí mismo en objeto, tanto antes de vivirlos en su identificación por adelantado con ellos (la alegría que voy a tener) como cuando ya se han esfumado de su temporalidad viviente y los hace objeto de recuerdo. No hay en uno ni en otro caso una identificación del yo presente con el yo pasado o con el yo por venir porque no hay dos yo, sino que mi yo nunca es un otro para mí mismo, como lo son en cambio temporalmente las distintas vivencias entre sí.
Pero Stein encuentra en la temporalidad actual también el índice de la noción ontológica aristotélica de potencialidad. La potencia es lo que vincula ontológicamente los tres momentos temporales, impidiendo que del no-ser brote el ser y que el ser se disuelva en el no-ser: «soy ya lo que estoy por ser en el porvenir y soy todavía lo que era antes» puede decir en términos de potencialidad el ser subyacente a las diferencias temporales. El tiempo revela al ser finito en su carácter intermedio entre el ser y el no-ser, hasta el punto de que el ser le es arrebatado en el mismo punto en que le es dado, limitándose, de este modo, a rozarlo tangencialmente . Si fenomenológicamente el tiempo es extensional y ampliable ad libitum, ontológicamente es el punto de contacto del ente particular (constitutivamente potencial) con el existir pleno y eterno .
La serie temporal continua no puede solaparse, por tanto, con una vida continua e ininterrumpida en el yo, sino que se topa con intermitencias que no puede rehacer mediante la memoria. La temporalidad debida a los actos conscientes no alcanza a reproducir la secuencia viviente temporal, sino que se encuentra con unos límites no conscientes tanto en el empezar a existir (lo que Unamuno denominaba su ultracuna) y en su abandono del tiempo como en los lapsos no abarcables por actos de conciencia. Así, pues, el yo vivo en sí y que da vida a sus contenidos de experiencia no puede, sin embargo, prestarles la actualidad del ser viviente plenario, porque se le escapan temporalmente, habiendo de reactualizarlos con nuevos actos vivificadores. La atemporalidad fenomenológica del sujeto idéntico a través de sus actos variables antes puesta de relieve pasa por ser ahora la cifra de la deficiencia característica de quien ha de ser sostenido a cada momento en el ser, volviéndose así temporal si se lo considera desde este nuevo ángulo ontológico .
Por su parte, las variaciones temporales en las esencias proceden de su sujeto portador, que es el que propiamente está sujeto al transcurso. Según el procedimiento fenomenológico, la esencia se obtiene por el ejercicio imaginativo de la variación libre (freie Variation) a partir de los más diversos ejemplares suyos, en la medida en que les pertenece un residuo común (la rojez, el ser-mansión, la alegría…) en medio de las diferencias en los modos individuales de realización. Pero si bien el quid resultante está sustraído al tiempo , sólo es actualizado como «este» en los sujetos temporales cambiantes, que le imponen la gradualidad del desarrollo . La esencia sólo se realiza pasando por los altibajos en la duración debidos al individuo en el que se actualiza. Los caracteres provenientes de la temporalidad en los individuos se añaden a la esencia general hasta suministrarle su quid completo: por ejemplo, una alegría en principio empañada por una ocupación simultánea, que se fue luego concentrando, que tuvo tales o cuales consecuencias… No son notas que incrementen la esencia intemporal de la alegría, sino que bien al contrario la contraen en razón de las particularidades temporales de su realización en un individuo cambiante.
Según las descripciones anteriores, la actualidad del tiempo se ha bifurcado en la temporalidad de la donación para un yo que provee de vitalidad a sus experiencias y en la temporalidad propia de la realización de la esencia, que es la que dota de su quid idéntico al compuesto temporal. Mientras la primera delata la inactualidad ontológica de su sujeto potencial, la segunda patentiza la intemporalidad de los rasgos esenciales, que han de ser completados por las notas individuales. En las dos situaciones el tiempo se presenta como condición necesaria para la manifestación consciente y para la efectividad del individuo respectivamente, pero también como revelador de una limitación ontológica tanto en el sujeto como en los contenidos de esencia que se le ofrecen en la experiencia.

2. Temporalidad inactual
Son inactuales todos aquellos intervalos que separan la conciencia presente de lo presentificado en ella, en tanto que no se le conmensura al modo de una conexión esencial o al modo de lo inteligible en acto; en otros términos: cuando el correlato no es mero correlato, sino que está bordeado de horizontes espaciotemporales implícitos, tenemos un tiempo inactual, tendido entre la vivencia presente y aquello que ella actualiza al entresacarlo por así decir de la implicitud temporal que lo envuelve. El tiempo inactual se puede caracterizar también como la distancia entre el fenómeno copresente al acto vivido en presente y el acto que es dado eventualmente como correlato de este último de resultas de una conversión objetivante del fenómeno: es lo que ocurre en el recuerdo (por ello no hay un «vivir en el recuerdo», como solemos decir, en la medida en que el recuerdo implica la conciencia de un tiempo intermedio no actualizado entre el presente y lo presentificado), pero también en la interpretación de los signos, en tanto que remiten, en su disposición continua en el espacio y en el tiempo, a un acto que sobrepasa con su unidad el simple fenómeno sucesivo de configuración de los signos, sólo dado inactualmente como lugar de paso.
A diferencia del tiempo que acompaña a la experiencia de los contenidos intencionales, las asociaciones pasivas de la temporalidad no son sólo anteriores en su nivel más elemental a toda conciencia intencional, sino que asimismo posibilitan desde su inactualidad la conciencia explícita y actualizada de lo recordado y de lo anticipado . Pues el recuerdo es un volverse a lo que ya se reconoce como pasado, análogamente a como la anticipación es un dirigirse a lo que conscientemente está por venir (el tiempo es previo, por tanto, a sus actualizaciones por el recuerdo y la anticipación). Nos aparece, así, la doble perspectiva temporal preintencional del durar y del pasar: el tiempo dura al hacerse pasado y el tiempo pasa si se lo sitúa por relación al horizonte del futuro .
Pero además de estas asociaciones formales, constituyentes de la propia serie temporal, están las asociaciones también preintencionales —no dadas en una conciencia actual— que adhieren a los contenidos temporales sedimentados y que son debidas a alguna síntesis por semejanza entre ellos, análoga a la que establece los enlaces entre los campos sensibles, ya sean por semejanza, contraste o continuidad. Las semejanzas en el tiempo pueden presentarse por continuidad en los segmentos vacíos (como cuando acoto un siglo o la época después de la Gran Guerra), o bien por constituir etapas de un único movimiento sea o no viviente, o tambien por remitir el símbolo como lugar de tránsito temporal a lo que en su unidad esencial viene directamente apuntado por medio de él (así, los garabatos que he de ir recorriendo con la vista desvían mi atención más allá del tiempo, hacia lo que está significado en ellos). Examinaremos sucesivamente cada una de estas posibilidades.
A) La asociación del tiempo consigo mismo va más allá de los límites intraconscienciales hasta el punto de extenderse como un único tiempo al de los predecesores y al de los sucesores. Pero aun el propio tiempo presente se estructura también como el mismo tiempo de la coetaneidad para las diversas y entrecruzadas corrientes de conciencia. El momento de intersección, en que unas y otras conciencias coinciden y despuntan simultáneamente, es el «mientras». No se trata con ello de una cesura efectuada desde fuera, como la que marcan los cronómetros, pero tampoco de la mera convergencia entre los distintos tiempos, exterior también a los respectivos decursos, sino de su emplazamiento común, que asocia con anterioridad a cualquier acto sintético las temporalidades de los sujetos que conviven próximos y que se ensancha progresivamente hasta incluir a todos aquellos sujetos que componen una generación.
La constitución del «nosotros» tiene uno de sus supuestos primarios en esta unidad asociativa del tiempo. Reparemos, a modo de comparación, en que cada cuerpo vivo es un centro de orientación a través de sus perspectivas mundanas correspondientes, pero el mundo que aparece de este modo no se fragmenta en esa pluralidad, de tal modo que hubiera que recomponerlo luego integrando las perspectivas. La unidad del mundo no se resquebraja en las diversas perspectivas espaciales complementarias aportadas por cada sujeto desde su corporeidad, como si resultara de su agregación. Precisamente la consideración del «allí» mío como un «aquí» para el otro y la posibilidad correlativa de intercambio de los puntos de mira espaciales sólo es posible si ambos nos situamos en un único mundo . Pues bien, de un modo análogo tampoco el tiempo «nuestro» —el de los contemporáneos— es una sincronización proyectada desde el exterior sobre los tiempos variables de cada cual, por cuanto la unidad del mientras es la expresión temporal de la agrupación comunitaria: se dice «mientras te veía, venías», pero también «mientras los unos ganaban la batalla los otros eran derrotados» y «mientras tanto», en que resumimos con el adverbio «tanto» las diversas ocurrencias no actualizadas y temporalmente congregadas con «mientras», por alejadas que estén.
Como es sabido, esta línea de desarrollo fenomenológico ha sido seguida por la Fenomenología del tiempo social de Alfred Schutz . Los tipos sociales anónimos y fijos (tales como las categorías epocales e históricas) sólo pueden plenificarse en los actos subjetivos vivientes y en sus horizontes temporales preactuales. E. Stein adopta también la noción social de tipo (ser europeo, ser español, ser adulto…), sin referirla ciertamente de un modo expreso a la inclusión en ella del tiempo asociativo, pero sí poniendo de manifiesto como un doble componente suyo las formaciones sedimentadas recibidas y la acuñación temporal particular que cada persona les imprime. En cualquiera de estos tipos se funden en un término medio aproximado no sólo las diferencias de proximidad o de lejanía al punto cero, sino también las diferencias temporales entre los diversos sujetos que caen bajo el mismo tipo. «El hombre singular como miembro de una comunidad incorpora un tipo humano… Si entendemos por tipo social lo que se capta en el comportamiento de un hombre como un todo configurado y común con otros, el tipo social es algo determinado desde fuera, es decir, a través de las condiciones de vida, y desde dentro» . Entiendo que el tiempo pasivo de las inactualidades juega aquí su papel precisamente como la base sedimentada más elemental en el esbozo de los tipos.
B) En segundo lugar, el tiempo está también latente en el despliegue actual de las esencias. Si bien la identificación de las esencias vivientes limitadas se sustrae como la de cualesquiera otras al flujo del tiempo, su realización individual, en cambio, se distiende en una multiplicidad espacial articulada (un organismo) y en una pluralidad de etapas que apuntan a un vértice o punto culminante (su telos). El acceso a las unidades esenciales no puede por menos de venir mediado por el modo transcursivo de aparecer en que se desvela su dinamismo . Las esencias que se exteriorizan en rasgos dinámicos externos lo hacen, así, conforme a la ley del desarrollo temporal .
El tiempo no es aquí un marco externo ya dado ni una medida actual precisa que aplicáramos al dinamismo, sino que es necesario como puente por el que retroferir según un orden legal propio las notas reales a su núcleo esencial constante. Es un modo inactual porque lo actual en él es sólo la versión de las fases del desarrollo al principio esencial que las sustenta sin connotación de la sucesión de las fases. Stein lo expone con los siguientes ejemplos: «La planta se desarrolla según una ley unitaria de formación. Raíz y tallo, hojas y flores, su modo de estar y de moverse y aun la particularidad de su devenir, de su madurar y de su debilitación coinciden en ser «exteriorización» múltiple de una esencia» . O bien más explícitamente: «El devenir de la realidad (de una figura temporal como una melodía) corresponde al despliegue de la esencia: espacio y tiempo pertenecen a estos modos de ser particulares» .
C) Pero no sólo la esencia se expone temporalmente en su desarrollo, sino que también, de modo inverso, encontramos rasgos sensibles y corpóreos que nos remiten a través del tiempo a una unidad viviente, sin que igual que antes el tiempo comparezca intencionalmente. En los signos escritos por los que paso la mirada veo el significado que los interpreta, así como en los movimientos corporales del viviente humano se me patentiza una vida personal. La temporalidad consiste en estos casos en la distancia entre lo corporalmente manifiesto y el núcleo personal idéntico al que refiero en último término lo perceptible por los sentidos. Este núcleo viviente no puede venir dado a la percepción externa ni a la interna porque no es un correlato objetivo que posea propiedades cósicas, sino que nos adentramos en él sólo a través de sus expresiones exteriorizadas. Los movimientos de la mano y del rostro, por ejemplo, son figuraciones temporales de una existencia personal que siempre los trasciende.
Entre el espíritu puro, que es plenamente vida personal, y el viviente animal, que interactúa en equilibrio con el medio externo sin poseerse a sí mismo, se halla la persona humana, que dirige sus propios actos pero siempre sobre la base previamente dada de un fondo oscuro que ella en parte ilumina y conforma . Ciertamente, la percepción por el sujeto viviente de su vida propia no es de suyo un acto temporal , como tampoco lo es el momento consciente del «darse cuenta» o conciencia interna que acompaña a las diferentes percepciones . Para que la vida se patentice temporalmente se hace preciso, además de ello, apresarla en un medio que la exteriorice y tal que él mismo quede vivificado en sus movimientos. Pero precisamente la pasividad de la sucesión temporal está en correspondencia con este medio corpóreo en el que la vida se plasma.
Las afecciones del cuerpo (un dolor, un estado de fatiga…) son vividas por el yo antes de toda posible objetivación: no son tenidas por mí mediando la distancia objetivante a lo que es poseído como distinto, sino que más bien me están adscritas, todo lo periféricamente que se quiera. La metáfora de la relación entre el continente y el contenido ha de ceder, a la vista de esta proximidad entre el yo y su corporeidad, ante la de los círculos que se expanden concéntricamente cuando pasamos del yo personal a sus vivencias anímicas temporales y a su vez de éstas a las experiencias corpóreas. En estas últimas el tiempo no es ya la forma de la sucesión, como en la corriente anímica de la conciencia, sino el signo más característico de la presencia del yo en el cuerpo. Pues tanto la expresividad facial y orgánica como la resistencia que el cuerpo eventualmente opone introducen modos diferentes de hacerse patente la distancia radial constitutiva de la serie temporal —en tanto que no abarcable instantáneamente— respecto de la simplicidad puntual del yo.

3. Temporalidad trascendente
En su Disertación inaugural abordó Stein el problema de la Einfühlung o empatía, supuesta cada vez que me es dada una realidad ajena, en tanto que irreductible a los modos de la conciencia inmanente y a sus correlatos. La aprehensión del tiempo trascendente a las propias vivencias está implicada en este acto peculiar de rebasamiento de la inmanencia. Empezaremos describiéndolo.
¿Cómo percibo el significado de la vivencia ajena? A diferencia del objeto de la percepción externa, que se recubre con los escorzos que lo hacen manifiesto a la conciencia, el significado de la vivencia del otro nunca me es hecho presente inmediatamente, sino siempre en gestos o expresiones, vehiculado por ellos y a la vez siéndoles trascendente. En la percepción de las vivencias ajenas falta el carácter originario de lo dado en sí mismo, pues lo presentificado con ellas no se convierte en originariamente vivido, como tampoco lo recordado se resuelve y agota en ser el correlato del acto de recordarlo, por más que en este segundo caso haya la continuidad entre ambos que les presta su pertenencia a un mismo yo. Pero si la empatía no es una donación en directo, trasparente por así decir, tampoco es un saber vacío (angenommene) de la vivencia del alter ego, sino una experiencia referida a una vivencia originaria de la conciencia ajena, del mismo modo que el recuerdo recuerda alguna vivencia originaria y la presentifica. ¿Cómo es esto posible?
Stein parte de que para poder captar movimientos subjetivos orgánicos en otro cuerpo tengo que haberlos percibido ya —al menos con el carácter potencial del «yo podría si…»— en mi propio cuerpo, y de tal manera que me hayan aparecido indisociablemente como subjetivos y como objetivos . El rasgo corporal propio que percibo objetivamente es simultáneamente apercibido en tanto que perteneciente a mí como sujeto y expresivo de mi subjetividad, sin tener que efectuar para ello una asociación externa entre ambos planos porque nunca han aparecido disociados. «El cuerpo es inmediatamente aprehendido como sentiente, lo cual le diferencia precisamente del mero organismo… Se siente a sí mismo, es cuerpo sentiente por así decir de parte a parte y sentiente continuamente, no sólo en su superficie y no sólo cuando es alcanzado por los estímulos externos» .
La comparación con la apercepción trascendente de las cosas nos permite apreciar que tampoco en ésta concluimos unos rasgos singulares a partir de otros, sino que los componentes actualmente dados remiten a los demás, formando entre todos una unidad perceptiva delimitada en sí misma, pero a la vez proseguible en su interior según direcciones indefinidas. Pues bien, también la percepción del otro es una unidad en que los diversos estratos se interpenetran —excluyendo, por tanto, toda inferencia—, pero, a diferencia de la cosa material, no están abiertas las distintas direcciones de cara a la percepción íntegra, sino que hay una única línea radial que va del yo al alma y de éste al cuerpo. Precisamente esta irreversibilidad es la que sólo puede exponerse mediante el tiempo: así, el acto de voluntad y su exteriorización corpórea siguen este orden, o bien el estado anímico y su expresión externa están dispuestos en una tal relación de dependencia….
El cuerpo que veo como un objeto entre otros no me recuerda por asociación que sea campo de sensaciones, sino que en un solo acto me es dado externamente como cuerpo a la vez que percibido como órgano sentiente. Al palpar algo con la mano tengo el esquema corporal perceptivo e, inversamente, al percibir la mano veo sus campos sentientes. Veo la dureza táctil en las falanges de los dedos y la suavidad en las yemas . Como en las sedas del cuadro El Entierro del Conde de Orgaz de el Greco veo no sólo el brillo, sino también su lisura y trasparencia.
La misma dualidad es la que aparece en la percepción del cuerpo en movimiento: percibo el cuerpo movido y a la vez el estarse moviendo como un solo término perceptivo. Diferenciamos en este sentido entre mover un miembro dormido, que no forma parte del yo corpóreo, y moverme con estos miembros, de tal modo que el movimiento objetivo en los segundos no podría tener lugar sin la cinestesia subjetiva. Si bien el cuerpo que se mueve es identificado como cuerpo movido en una única aprehensión, la parte moviente, en la que actúa el yo, es la que posibilita la constitución de la parte móvil viviente (El paralelismo entre la continuidad del tiempo y la del movimiento es notorio ). Análogamente, de que el cuerpo propio sea dado a sí mismo como sentiente depende que pueda ser percibido como sentido, sin que se interponga hiato temporal entre ambos momentos.
Pero el punto de enlace entre la captación del movimiento y del sentir propio y la del movimiento y el sentir ajeno es la noción de tipo corporal viviente, en la que desde el principio el primero es encuadrado. Pues no sólo me capto a mí mismo en mi corporalidad viviente, sino que dispongo a partir de ahí del tipo genérico «cuerpo viviente», con su consiguiente apertura a los otros ejemplares singulares en los que se realiza. Son tipos que carecen de unos límites fijos, estando en condiciones de plegarse a las variables y contingentes realizaciones .
Y justamente lo que aparece soslayado y nivelado en los tipos son las diferencias temporales entre los individuos que caen bajo ellos, por tratarse de lo que delimita el carácter inconfundible de cada cual. Para aprehender la temporalidad viviente del otro, en su surgimiento continuo, no basta, por tanto, el tiempo objetivo medible, que prescinde de las diferencias interindividuales. Sólo a través de la expresión corporal externa puedo trasladarme a una temporalidad columbrada, que sin embargo nunca puedo tener originariamente presente. En el rostro veo acontecer a alguien, que estaba ya desde antes de hacérseme presente, así como en sus movimientos leo los efectos de un devenir precedente.
El desencadenamiento interno de este devenir constitutivo del ser vivo no sólo escapa a toda percepción objetiva, sino que tampoco es comunicable a otros vivientes, a diferencia del movimiento mecánico, que se transmite de unos a otros cuerpos. La aprehensión correspondiente mantiene, por tanto, la distancia a lo que está más allá de toda objetivación, y consiste en un adentramiento —a lo que llamamos empatía (Einfühlung)— a través de unas manifestaciones externas que nos eran ya familiares. En la empatía el fenómeno perceptivo se limita a funcionar como lugar de paso hacia lo canalizado por él. La eventual objetivación de este lado fenoménico externo es siempre posterior a su donación primera como expresión subjetiva, análogamente a como los signos vocal y escrito conducen por sí mismos a lo significado, siendo menester un giro en la atención para reparar en ellos.
A fuer de ajeno el tiempo del otro no puede ser asimilado por la propia corriente temporal, ni tampoco dado actualmente en una percepción interna, en vista de la irreversibilidad que separa lo actual de lo inactual. Sólo cabe un saber cierto basado en el tipo común «viviente corpóreo» y en la diferencia fenomenológica entre las actualidades e inactualidades de la conciencia, que traspongo al aplicárselas al otro, pero es un saber carente de representantes intuitivos propios e impropios. Conviene diferenciar a este propósito entre la empatía del curso temporal de las vivencias ajenas y su posible reconstrucción a posteriori, para la que sí es apta dentro de ciertos límites la percepción interna modificada. A este respecto, los 12 hombres sin piedad del célebre film reconstruyen en actos de cumplimiento imaginativo los diversos pasos del homicidio que investigan, pero en ningún momento confunden la temporalidad fingida por ellos con la del acontecer ya pasado que guía su reconstrucción.
Los caracteres trascendentes dados en la empatía conciernen también a la percepción del cuerpo propio cuando lo señalo como propio partiendo de la percepción meramente externa o bien de la modificación imaginativa. En el primer caso el yo integra por medio de la empatía al cuerpo que le es dado externamente al pesarlo o al medirle la cintura, de tal modo que nunca aparezca la dualidad entre cuerpo subjetivo y cuerpo objetivo, por más que la donación admita los dos modos. En el caso de las modificaciones de la imaginación lo que incorporo al sujeto es una temporalidad trascendente: por ejemplo, en el retrato en que ocasionalmente me veo, con su fecha y demás circunstancias temporales, me identifico subjetivamente, como también en la proyección que hago por adelantado de mí como el que va a salir más tarde de la habitación soy el mismo —externamente representado— que el sujeto actual. Ocurre en estas situaciones que el yo se desplaza imaginativamente a un lugar distinto sin dejar de ser quien es, pero, como el cuerpo real no ha cambiado de lugar, la nueva temporalidad en que le inscribo —meramente imaginativa— es trascendente a sus vivencias reales.
En la empatía en general el impulso viviente es coaprehendido , funcionando como englobante de cualquiera de los movimientos que proceden de dentro a fuera. Nunca puede ser veri-ficado en su originalidad, sino que hemos de partir para su aprehensión del tipo «movimiento viviente», de que tenemos experiencia propia y que por analogía cocaptamos en las correspondientes señales externas de los otros vivientes. Las ilusiones perceptivas, como el ovillo de lana que tomamos por un escarabajo, el espantapájaros o la muñeca que al hacer señas se nos figura un personaje vivo, se corrigen en el despliegue del propio movimiento perceptivo y no excluyen por principio la indecisión, ya que la confirmación siempre está pendiente de una percepción externa que no es la originaria de la región objetiva «ser vivo».
Más específicas son las apercepciones de los significados en los movimientos anímicos personales . Lo que rige en ellas primeramente es la ley de la motivación, según la cual vemos la cólera en el ceño fruncido, la deferencia en el gesto confiado…, pero luego ponemos en relación aquellos estados con unas leyes motivacionales generales, tales como que la ofensa provoca un estado de indignación o que el agradecimiento engendra las expresiones deferentes… La mayor concreción de estos casos torna también más aventurada la conjetura, pues no sólo no podemos re-vivirla, sino que tampoco podemos reproducir la secuencia temporal entre los motivos y los estados motivados ajenos, sino tan sólo aproximarnos a su reconstrucción.

4. La temporalidad en la historia
Para la conciencia individual la luz del día es inseparable del ocultamiento de la noche, lo cual hace necesario que el día haya de venir continuamente reactualizado, y de este modo la conciencia se sume en la temporalidad acabada de examinar. Pero hay otra dimensión del tiempo paralela a la anterior y consistente en que la pertenencia a una generación ha ser igualmente sustraída a la muerte a que aboca, y ello mediante la vida de la generación siguiente . La experiencia del otro me abre, de este modo, a un tiempo que está marcado por la correlación entre el envejecer de los unos y el crecimiento de los otros. Además de la renovación individual que supera el sueño de la noche está, pues, la re-generación que con el sucederse de las generaciones se sobrepone al declive de los individuos. Topamos, así, con el tiempo de la historia, vehiculado a través de la serie generacional, según lo presentó Husserl .
Hacer historia es rescatar los acontecimientos del olvido en que por sí solos quedarían, fijándolos a un tiempo reconstruido que los torna inteligibles, pero a la vez la serie en que la historia inserta los acontecimientos no llega a hacerlos trasparentes porque ha de apoyarse en la individualidad fugitiva de cada uno, en el venir del uno tras del otro. Nos vuelve a aparecer bajo esta forma la analogía entre el tiempo de la conciencia y el tiempo de la historia. Pero ahora es la conexión motivacional con arreglo a unos contenidos lo que da consistencia a la sucesión histórica , mientras que antes eran la retención y protención en su versión intencional a los objetos las que anudaban la sucesión evanescente de la temporalidad inmanente a la conciencia.
Otro aspecto de la analogía entre ambas temporalidades, señalado por E. Stein, está en que al modo como las unidades de conciencia son destacadas mediante actos discontinuos con posterioridad a su transcurso, paralelamente los períodos históricos no alcanzan su significación hasta que han sido cumplidos; en otro caso tendríamos una mera colección de hechos, pero no una obra histórica animada por una intención (o por la concurrencia entre varias intenciones de distintos sujetos). «Sólo hay un conocimiento de las vivencias en el sentido estricto de la palabra en la medida en que han transcurrido, en la medida en que una vez terminadas son desplazadas al pasado. De manera semejante, hay una conciencia del acontecer histórico presente, que está viva en los portadores de este acontecer… Pero su conocimiento histórico no se gana hasta que el acontecer ha pasado» .
Sin embargo, lo que atrae especialmente la atención de Stein es que el tiempo cronológico de que se vale el historiador sólo es posible en el estrato espiritual de la persona, por ser de él de donde brotan las objetividades culturales, cuyo nacimiento y desarrollo son el tema de la Historia, y esto en contraste con el tiempo psíquico de la duración de la conciencia. Por ello, las explicaciones meramente naturales y psicológicas juegan un papel sólo secundario en Historia, corriendo el riesgo de obnubilar su índole específica . Pues sólo a través de las diversas comunidades de pertenencia (como son el pueblo, la nación o el grupo social) a las que el hombre está personalmente incorporado se despliega el curso de la Historia. «Lo que importa al historiador son ante todo las intenciones del espíritu creador (ya sea una personalidad individual o supraindividual), que encuentran mayor o menor cumplimiento en su obra, así como los actos de los que ésta surge. No pretende explicación (Erklärung) genética, sino comprensión (Verständnis) genética» .
Pero, ¿cuál es el lugar de la Historia dentro de las Ciencias del Espíritu? La respuesta de nuestra autora parte de la clasificación de estas Ciencias en Ciencias de la Cultura (en las que entran la Economía, el Derecho, la Literatura, el Arte, la teoría del Estado…) y Ciencias históricas, ocupándose las segundas del surgimiento y despliegue de las formaciones culturales anteriores. Las primeras pueden ser empíricas o bien a priori, ya que sus objetos admiten tanto una consideración circunstanciada y particularizada como una indagación de los principios esenciales por los que cada una de ellas se reconoce. Es una diferencia que se advierte porque «las lenguas nacen, el derecho positivo se crea, pero la lengua y el derecho no tienen nacimiento. Hay que destacar, además, que el contenido espiritual de las formaciones culturales, como ‘singularidad eidética’ que no admite diferenciación ulterior, pertenece al dominio de lo ideal, el cual no es creado, sino realizado cuando el espíritu creador lo forja en un material» . De estas dos subdivisiones en las Ciencias de la Cultura, la Historia remite patentemente a las unidades culturales empíricas.
Pero a su vez el tratamiento científico de la individualidad se desenvuelve a dos niveles, dados respectivamente por el objeto de la Psicología, en que el individuo es ejemplar de un tipo, y por la persona, que posee una cualidad distintiva acuñada por ella misma en forma de carácter. «Cada persona espiritual tiene su cualidad, que presta a cada uno de sus actos una nota individual aparte de su estructura universal» . Mientras que el individuo psíquico está en función de regularidades explicativas, de una índole específicamente distinta que las leyes explicativas de la Naturaleza, la persona, en cambio, posee en sí misma y en cada uno de sus actos una individualidad cualitativa caracterizada: «Sólo en el dominio del espíritu hay una privacidad (Eigentümlichkeit) cualitativa, que no se deja comprender como punto de intersección de legalidades universales, sino que está fundada en la singularidad interna del individuo» . Y dado que en las interacciones psíquicas no llegan a adquirir forma las unidades supraindividuales que históricamente se gestan , el signo de la individualidad histórica no está en la mera contingencia de lo que llega a ocurrir, sino en el agente personal en su dimensión comunitaria.
Así, pues, para E. Stein el a priori de las Ciencias históricas no reside en unas leyes generales inexistentes, ni en los hechos históricos a fuer de contingentes, sino en las configuraciones espirituales procedentes de la persona y que reciben expresión en las obras históricas irrepetibles. A la determinación precisa del lugar, el momento y las circunstancias del caso corresponde la singularidad de las decisiones de los agentes históricos personales. Y a la constancia externa de los testimonios que alega el historiador corresponde el ámbito comunitario en que se inscriben los sucesos históricos.
Pero, a diferencia de las expresiones literarias y artísticas, las fuentes históricas no son expresión directa de su a priori espiritual, sino que han de ser interpretadas y contrastadas, sin estar en condiciones de proporcionar por sí solas el acceso viviente inmediato a la expresión personal. La realidad histórica singular y las conexiones de sentido total en las que se emplaza están siempre más allá de los testimonios generales y externos, por lo que apenas cabe encontrar una conclusión histórica que sea, por así decir, la última palabra. «Todo lo que está ya interpretado puede experimentar una transformación, nada está fijado definitivamente. Sólo si fuéramos capaces de recorrer el nexo de conjunto de la Historia, estaría también cada hecho singular determinado en su sentido de un modo definitivo. Como no es éste el caso, queda abierta siempre la posibilidad de una ilusión (Täuschung)» .
Es un modo de acusarse la falta de originariedad de lo histórico antes destacada. Por ello la significación histórica de los acontecimientos tiene en su base una analogía tipificada con la experiencia vivida en presente. La fecundidad de las primeras investigaciones sobre la empatía se muestra también aquí: Pues así como la experiencia de lo ajeno la encontramos con arreglo a un tipo psíquico que ya ha sido reconocido en la propia experiencia (estados de «enojo», «agradecimiento»…), asimismo la relevancia histórica de un acontecimiento o de una época la captamos desde la verificación en el presente de unos rasgos históricos generales, tales que en aquellos contextos podríamos haberlos hecho propios los hombres de la generación presente.
La única vida consciente es la que pertenece a los individuos, por lo que sólo en ellos la comunidad se torna consciente de sí. Las vivencias individuales y comunitarias se separan, de este modo, dentro del ámbito común de las vivencias constituidas en el individuo. A partir de aquí emprende nuestra autora un estudio pormenorizado —al que aludiremos luego esquemáticamente— de aquellos géneros de vivencias en las que se sostienen las unidades comunitarias. Esto no significa, en el otro extremo, que la autenticidad de las unidades colectivas haya de deberse a decisiones expresas de los individuos que las forman, según expone en sus lúcidos comentarios críticos al tratamiento heideggeriano del «se». «Si se reconoce que el singular necesita de la comunidad portadora…, entonces ya no procede concebir el «se» como una forma de caída (Verfallsform) del sí mismo y como en absoluto nada distinto de él. El «se» no designa a ninguna persona en el sentido propio de la palabra, sino a una pluralidad de personas, que están en una comunidad» . El «se» anónimo es la forma tímida y disfrazada de asomar ya el nosotros comunitario.
Los estudios históricos empíricos no pueden traspasar los márgenes fenomenológicos de sus condiciones esenciales a priori, dadas por la estructura personal-comunitaria del hombre, por diversas que sean las vías como en concreto ésta ha irrumpido y se ha consolidado. Sin duda los vínculos corporativos artesanales del Medievo, la integración social operada por las naciones-Estado modernas o las comunidades culturales que en el presente se reclaman de un entronque común son distintas realizaciones históricas, condicionadas por el propio transcurso de la historia, de una misma apertura comunitaria radicada en el ser personal antes de toda elección.
En este orden esencial el acceso al objeto histórico partiendo de la persona se dispone conforme a los tres escalones siguientes: 1º) vivencias fenomenológicas capaces de fundar una comunidad de personas, 2º) conexiones motivacionales de sentido supraindividual, y 3º) formas de causalidad no intencional.
1º) Mientras que las vivencias situadas a un nivel meramente sensible no pueden de suyo ser compartidas, los actos con intención significativa universal hacen posibles las formas de reciprocidad de las que se nutren los conjuntos históricos. En este sentido, tanto los actos aprehensivos universales (intuitivos o imaginativos) como los actos categoriales (tales como el juzgar, el concluir, el relacionar, numerar…) son aptos para ser reactivados en distintas conciencias y para congregarlas en una unidad superior: así, un pueblo se remite a orígenes legendarios comunes, un cuerpo de vigías tiene la representación común de lo que ha de inspeccionar, una sociedad bancaria ha de poner en común las cuentas y saldos… Por su parte, también las vivencias afectivas unifican a varios sujetos, en la medida en que se puede desprender de ellas un núcleo universal idéntico, pasando por alto la coloración subjetiva con que en cada conciencia se presenta, como es por ejemplo —alega Stein— la tristeza de la tropa en su conjunto por la pérdida de su jefe.
2º) Los nexos entre las vivencias intencionales y entre sus objetos característicos son motivacionales, y cuando ponen en relación a unos sujetos con otros y a comunidades humanas con otras comunidades se traducen en motivos no meramente biográfico-narrativos, sino sociales e históricos. «El miembro de enlace por medio del cual se sueldan en unidad las vivencias intencionales y las objetividades que se constituyen en ellas es la motivación. Pero en nuestro contexto resulta que la motivación no se limita a la vivencia individual, sino que se extiende a otros individuos» .
3º) La necesidad de un tercer peldaño típicamente histórico lo pone de relieve Stein indirectamente en la discrepancia que muestra con la concepción —ejemplificada por G. Simmel— que hace depender la historicidad de los acontecimientos de la perspectiva del historiador, como si no hubiera un objeto que por sí mismo fuera histórico. Admite, ciertamente, que a favor de tal concepción habla el hecho de que hasta que no lo vemos desde fuera, una vez concluido y por tanto desde cierto ángulo de mira, no nos aparace un conjunto de acontecimientos como histórico. Pero lo único que de aquí se concluye es «que el rendimiento de sentido del acontecer originario era múltiple, no que cada uno haya interpolado otro sentido» .
La realidad histórica tiene su propia temporalidad y causalidad, no puestas por el intérprete de los acontecimientos: la primera, debida a la dimensión generativa del tiempo humano, y la segunda, como resultado del cruce de las intenciones subjetivas entre sí y con los hechos externos a ellas. Con todo, Edith Stein no ha abordado expresamente los rasgos típicos del cambio histórico. Lo que más se le aproxima es la distinción, efectuada a otro nivel, entre conexión motivacional e influencia causal en el psiquismo individual y en las relaciones sociales. Así, el estado despejado de la mente en quien me acompaña me hace sobreponerme a un estado de fatiga y enfrentarme a un problema: con ello se hace patente que «no parece requerido que el estado ajeno llegue a ser objeto para mí, es decir, que yo esté dirigido de modo especial a ese estado y lo aprehenda claramente» . Por analogía cabe entender que también los acontecimientos históricos están sometidos a formas de causalidad que escapan a las intenciones de sus autores y a las leyes de sentido que rigen los actos sociales.
Tiempo generativo, sentido motivacional de sus actos y causalidad psíquica son tres modos de poner en relación el transcurso histórico con el hombre, como ser temporal, motivado por el sentido en su actuación y expuesto a condiciones psíquicas causales respectivamente. Pero este protagonismo histórico del hombre no es sólo un principio epistemológico necesario, sino que se convierte hoy en un imperativo ético, una vez que se ha comprobado con particular elocuencia dramática que ni los agentes globalizadores de la política (equilibrio de poderes) ni los de la economía (fondos de cohesión) han garantizado por sí solos unas condiciones de pacificación y estabilidades generales. A esta luz nada tiene de extraño que la Teoría social y política actuales haya detectado en la Europa comunitaria la ausencia de unos derechos de ciudadanía comunes, consistentes en aquellos lazos humanos a los que no pueden reemplazar los anómimos mecanismos globalizantes.

TEMPORALIDAD E HISTORIA EN E. STEIN
Urbano Ferrer

Una primera descripción de la temporalidad arroja los siguientes resultados:
La línea temporal no puede ser dada vivencialmente ni en su totalidad serial ni en los distintos ahoras que la integran, por impedirlo la fugacidad esencial de sus momentos, de tal modo que cualquier identificación de un instante presente deja de ser simultánea con él para convertirse en la actualización de lo que ya ha fluido de modo irrepetible. Pero esto no significa que la serie se deba necesariamente a una reconstrucción artificial, que proyectara sobre el espacio y en vista de necesidades pragmáticas la totalidad vivida acumulativamente, tal como entiende Bergson la representación objetiva de la durée, de suyo singular e irreductible. Existen, por el contrario, según creo modos originarios de darse la temporalidad como un todo duradero, y no como una mera dilatación de la conciencia que nunca pudiera ser objetivada en tanto que unidad.
Advirtamos, por ejemplo, la experiencia del durar, en que sin medir su longitud nos volvemos hacia aquello que está en curso y lo identificamos como durable: no se trata de la duración vivida, sino del tema que duraderamente nos ocupa. Y aun la propia unidad de la conciencia como secuencia irreductible a otras conciencias sólo puede ser destacada fijándole unos límites temporales: desde su despertar hasta ahora, y si se trata de un lapso de conciencia determinado su unidad se acusa entre uno y otro punto de duración, sin por ello salirnos de la propia corriente temporal. Denominaremos a estas posibilidades modalidades de la conciencia actual del tiempo, por contraposición a la conciencia inactual, en que el tiempo no está recubierto por una conciencia de objeto que le diera cumplimiento actual, sino que es una temporalidad que la propia conciencia sobreentiende. Tal ocurre cuando el modo de darse la temporalidad es como distancia respecto de algo recordado o en relación con un proyecto todavía no realizado: es ésta una duración en vacío , no actualizada, pero insalvable, porque en ninguno de los dos casos podemos remontar el hiato temporal que nos separa de lo que ya fue o de lo que por ahora es sólo anticipado.
Pero además de la temporalidad propia hay una temporalidad trascendente a las vivencias, en tanto que pertinente a alguna realidad ajena. Así, la descomposición del mensaje que el otro ha debido recomponer para hacérnoslo transmisible es el modo de acomodación a un tiempo que no es el de la propia conciencia, o cuando apercibimos unos estados anímicos duraderos en el otro a partir de su expresión facial estamos apuntando a un tiempo no vivido en primera persona. Y también hay tiempo en los modos sucesivos de aparecer el objeto idéntico y trascendente a las vivencias, en tanto que sólo a través de estos modos temporales puede ser identificado (ya se trate de una ciudad, una manzana, una obra de arte…).
Nos han aparecido, así, fenomenológicamente tres formas de temporalidad: a) la actual o constituida en los propios actos conscientes; b) la forma temporal inactual, tal que, sin ser dada, hace de motivo de transición a lo que se manifiesta actualizadamente, c) y la temporalidad trascendente, cuando la unidad que se esboza en el tiempo no es ella misma constituida en el tiempo inmanente de la conciencia, sino que requiere, según Edith Stein, la mediación de la Einfühlung o empatía con alguna otra realidad. Siguiendo el pensamiento de la discípula de Husserl prestaremos especial atención a estas formas de temporalidad, tanto en su presentación fenomenológica como en su significado ontológico.
Por último, las leyes temporales motivacionales, que establecen la conexión esencial entre los distintos sucesos anímicos así como entre las fases de desarrollo y transformación de los conjuntos sociales y culturales, son las que efectúan el tránsito a la comprensión histórica. A este respecto Stein cuenta, de un modo negativo, con la irreductibilidad de este género de comprensión a toda explicación naturalista y psicologista y, ya en un orden positivo, con las fuentes y procedimientos que dan su peculiar fisonomía al proceder histórico.

1. Temporalidad actual
Que el momento actual sea siempre sólo un presente podría llevar a dar por sentado que el pasado y el futuro fuesen meros objetos ideales, fingidos respectivamente en los actos presentificadores del recuerdo y de la anticipación. Pero esta tesis se revela insuficiente al advertir que sin lo que acaba de ser y sin lo que va a ser, como fases temporales iterables de modo indefinido y acotables a su vez según una extensión más o menos amplia, el presente vivido no sería. Asistimos en el presente al hacerse pasado y al anunciarse el futuro. A la experiencia de la unidad temporal, tanto como a cada una de sus posibles divisiones internas, pertenece conforme a su sentido completo la experiencia del surgimiento y del desvanecerse, así como la gradualidad en su formación, tal que se incorporan en ella los momentos incoativos, los declives y el punto álgido, que da espesor a los demás . Hedwig Conrad-Martius, cuya obra Die Zeit fue ampliamente comentada por la filósofa judía, entiende como irreal cualquier fijación de un segmento temporal, ya que lo único real es el ser transcursivo en presente .
El tiempo actual es, por tanto, fenomenológicamente extenso, en correspondencia biunívoca con la linea recta espacial. No hay intervalos entre cada uno de sus puntos, sino prolongación serial de los unos en los otros hasta integrar el continuum. Por ello la delimitación de uno u otro agregado temporal en el seno de la totalidad continua es siempre debida a un acto discontinuo con la corriente viva en la que está inserto, acto proveniente del presente activo y que sólo por relación a alguna unidad intencional objetiva otorga su relevancia temporal progresiva a las partes del continuo.
Encontramos, de este modo, las dos condiciones correlativas de toda unidad de experiencia temporal: a) el objeto dado intencionalmente, que la especifica y recorre, y b) el yo que con su acto intencional la unifica. Como expone nuestra autora a propósito de la experiencia vital del estar alegre, «la vivencia del contenido de alegría está condicionada por dos lados: por el lado del objeto y por el lado del yo» .
El objeto experienciado deja, así, de estar encadenado al fluir temporal, en la medida en que puede ser identificado como una unidad provista de una notación esencial y reavivada, por tanto, en distintos momentos: este sonido, esta noticia que me sorprende o que me hace alegrarme, las propias sorpresa y alegría… El pasar no hace cuña en tales contenidos identificacionales, sino sólo en su hacerse-conscientes para un sujeto, en tanto que vienen precedidos por una modificación afeccional corpórea: la impresión que recibo al oir, la atención que pongo en enterarme de la noticia, la vibración subjetiva que acompaña a la sorpresa o a la alegría… Por su parte, el yo vacío de determinaciones y que está presente en todas «sus» vivencias temporales emerge constantemente con ellas sin desaparecer en ellas, sino permaneciendo el mismo a lo largo de todo el decurso, sin que tenga necesidad de una síntesis de identificación para reconocerse como el que ha efectuado o irá a efectuar tales actos anteriores o posteriores. Pero este yo atemporal en tanto que invariable es, no obstante, el que actualiza las diferencias temporales y les presta la vida propia de lo que todavía es (transformable en el «ya no es»), de lo que está siendo y de lo que está por ser (transformable en el «ya es»). Dilucidemos más de cerca esta aparente paradoja.
Sería un espejismo creer que el yo inseparable de sus actos está sumido en ellos, traído y llevado por sus posiciones respectivas, cuando lo cierto es que es él mismo quien establece las diferencias temporales vivientes. Retención y protención son, en este sentido, perspectivas temporales relativas al yo viviente . Un modo de advertir el exceso fenomenológico del yo sobre sus vivencias temporales es el que resulta de que puede alejarse —temporalmente— de sus contenidos de experiencia, y entonces se los representa convirtiéndose a la vez a sí mismo en objeto, tanto antes de vivirlos en su identificación por adelantado con ellos (la alegría que voy a tener) como cuando ya se han esfumado de su temporalidad viviente y los hace objeto de recuerdo. No hay en uno ni en otro caso una identificación del yo presente con el yo pasado o con el yo por venir porque no hay dos yo, sino que mi yo nunca es un otro para mí mismo, como lo son en cambio temporalmente las distintas vivencias entre sí.
Pero Stein encuentra en la temporalidad actual también el índice de la noción ontológica aristotélica de potencialidad. La potencia es lo que vincula ontológicamente los tres momentos temporales, impidiendo que del no-ser brote el ser y que el ser se disuelva en el no-ser: «soy ya lo que estoy por ser en el porvenir y soy todavía lo que era antes» puede decir en términos de potencialidad el ser subyacente a las diferencias temporales. El tiempo revela al ser finito en su carácter intermedio entre el ser y el no-ser, hasta el punto de que el ser le es arrebatado en el mismo punto en que le es dado, limitándose, de este modo, a rozarlo tangencialmente . Si fenomenológicamente el tiempo es extensional y ampliable ad libitum, ontológicamente es el punto de contacto del ente particular (constitutivamente potencial) con el existir pleno y eterno .
La serie temporal continua no puede solaparse, por tanto, con una vida continua e ininterrumpida en el yo, sino que se topa con intermitencias que no puede rehacer mediante la memoria. La temporalidad debida a los actos conscientes no alcanza a reproducir la secuencia viviente temporal, sino que se encuentra con unos límites no conscientes tanto en el empezar a existir (lo que Unamuno denominaba su ultracuna) y en su abandono del tiempo como en los lapsos no abarcables por actos de conciencia. Así, pues, el yo vivo en sí y que da vida a sus contenidos de experiencia no puede, sin embargo, prestarles la actualidad del ser viviente plenario, porque se le escapan temporalmente, habiendo de reactualizarlos con nuevos actos vivificadores. La atemporalidad fenomenológica del sujeto idéntico a través de sus actos variables antes puesta de relieve pasa por ser ahora la cifra de la deficiencia característica de quien ha de ser sostenido a cada momento en el ser, volviéndose así temporal si se lo considera desde este nuevo ángulo ontológico .
Por su parte, las variaciones temporales en las esencias proceden de su sujeto portador, que es el que propiamente está sujeto al transcurso. Según el procedimiento fenomenológico, la esencia se obtiene por el ejercicio imaginativo de la variación libre (freie Variation) a partir de los más diversos ejemplares suyos, en la medida en que les pertenece un residuo común (la rojez, el ser-mansión, la alegría…) en medio de las diferencias en los modos individuales de realización. Pero si bien el quid resultante está sustraído al tiempo , sólo es actualizado como «este» en los sujetos temporales cambiantes, que le imponen la gradualidad del desarrollo . La esencia sólo se realiza pasando por los altibajos en la duración debidos al individuo en el que se actualiza. Los caracteres provenientes de la temporalidad en los individuos se añaden a la esencia general hasta suministrarle su quid completo: por ejemplo, una alegría en principio empañada por una ocupación simultánea, que se fue luego concentrando, que tuvo tales o cuales consecuencias… No son notas que incrementen la esencia intemporal de la alegría, sino que bien al contrario la contraen en razón de las particularidades temporales de su realización en un individuo cambiante.
Según las descripciones anteriores, la actualidad del tiempo se ha bifurcado en la temporalidad de la donación para un yo que provee de vitalidad a sus experiencias y en la temporalidad propia de la realización de la esencia, que es la que dota de su quid idéntico al compuesto temporal. Mientras la primera delata la inactualidad ontológica de su sujeto potencial, la segunda patentiza la intemporalidad de los rasgos esenciales, que han de ser completados por las notas individuales. En las dos situaciones el tiempo se presenta como condición necesaria para la manifestación consciente y para la efectividad del individuo respectivamente, pero también como revelador de una limitación ontológica tanto en el sujeto como en los contenidos de esencia que se le ofrecen en la experiencia.

2. Temporalidad inactual
Son inactuales todos aquellos intervalos que separan la conciencia presente de lo presentificado en ella, en tanto que no se le conmensura al modo de una conexión esencial o al modo de lo inteligible en acto; en otros términos: cuando el correlato no es mero correlato, sino que está bordeado de horizontes espaciotemporales implícitos, tenemos un tiempo inactual, tendido entre la vivencia presente y aquello que ella actualiza al entresacarlo por así decir de la implicitud temporal que lo envuelve. El tiempo inactual se puede caracterizar también como la distancia entre el fenómeno copresente al acto vivido en presente y el acto que es dado eventualmente como correlato de este último de resultas de una conversión objetivante del fenómeno: es lo que ocurre en el recuerdo (por ello no hay un «vivir en el recuerdo», como solemos decir, en la medida en que el recuerdo implica la conciencia de un tiempo intermedio no actualizado entre el presente y lo presentificado), pero también en la interpretación de los signos, en tanto que remiten, en su disposición continua en el espacio y en el tiempo, a un acto que sobrepasa con su unidad el simple fenómeno sucesivo de configuración de los signos, sólo dado inactualmente como lugar de paso.
A diferencia del tiempo que acompaña a la experiencia de los contenidos intencionales, las asociaciones pasivas de la temporalidad no son sólo anteriores en su nivel más elemental a toda conciencia intencional, sino que asimismo posibilitan desde su inactualidad la conciencia explícita y actualizada de lo recordado y de lo anticipado . Pues el recuerdo es un volverse a lo que ya se reconoce como pasado, análogamente a como la anticipación es un dirigirse a lo que conscientemente está por venir (el tiempo es previo, por tanto, a sus actualizaciones por el recuerdo y la anticipación). Nos aparece, así, la doble perspectiva temporal preintencional del durar y del pasar: el tiempo dura al hacerse pasado y el tiempo pasa si se lo sitúa por relación al horizonte del futuro .
Pero además de estas asociaciones formales, constituyentes de la propia serie temporal, están las asociaciones también preintencionales —no dadas en una conciencia actual— que adhieren a los contenidos temporales sedimentados y que son debidas a alguna síntesis por semejanza entre ellos, análoga a la que establece los enlaces entre los campos sensibles, ya sean por semejanza, contraste o continuidad. Las semejanzas en el tiempo pueden presentarse por continuidad en los segmentos vacíos (como cuando acoto un siglo o la época después de la Gran Guerra), o bien por constituir etapas de un único movimiento sea o no viviente, o tambien por remitir el símbolo como lugar de tránsito temporal a lo que en su unidad esencial viene directamente apuntado por medio de él (así, los garabatos que he de ir recorriendo con la vista desvían mi atención más allá del tiempo, hacia lo que está significado en ellos). Examinaremos sucesivamente cada una de estas posibilidades.
A) La asociación del tiempo consigo mismo va más allá de los límites intraconscienciales hasta el punto de extenderse como un único tiempo al de los predecesores y al de los sucesores. Pero aun el propio tiempo presente se estructura también como el mismo tiempo de la coetaneidad para las diversas y entrecruzadas corrientes de conciencia. El momento de intersección, en que unas y otras conciencias coinciden y despuntan simultáneamente, es el «mientras». No se trata con ello de una cesura efectuada desde fuera, como la que marcan los cronómetros, pero tampoco de la mera convergencia entre los distintos tiempos, exterior también a los respectivos decursos, sino de su emplazamiento común, que asocia con anterioridad a cualquier acto sintético las temporalidades de los sujetos que conviven próximos y que se ensancha progresivamente hasta incluir a todos aquellos sujetos que componen una generación.
La constitución del «nosotros» tiene uno de sus supuestos primarios en esta unidad asociativa del tiempo. Reparemos, a modo de comparación, en que cada cuerpo vivo es un centro de orientación a través de sus perspectivas mundanas correspondientes, pero el mundo que aparece de este modo no se fragmenta en esa pluralidad, de tal modo que hubiera que recomponerlo luego integrando las perspectivas. La unidad del mundo no se resquebraja en las diversas perspectivas espaciales complementarias aportadas por cada sujeto desde su corporeidad, como si resultara de su agregación. Precisamente la consideración del «allí» mío como un «aquí» para el otro y la posibilidad correlativa de intercambio de los puntos de mira espaciales sólo es posible si ambos nos situamos en un único mundo . Pues bien, de un modo análogo tampoco el tiempo «nuestro» —el de los contemporáneos— es una sincronización proyectada desde el exterior sobre los tiempos variables de cada cual, por cuanto la unidad del mientras es la expresión temporal de la agrupación comunitaria: se dice «mientras te veía, venías», pero también «mientras los unos ganaban la batalla los otros eran derrotados» y «mientras tanto», en que resumimos con el adverbio «tanto» las diversas ocurrencias no actualizadas y temporalmente congregadas con «mientras», por alejadas que estén.
Como es sabido, esta línea de desarrollo fenomenológico ha sido seguida por la Fenomenología del tiempo social de Alfred Schutz . Los tipos sociales anónimos y fijos (tales como las categorías epocales e históricas) sólo pueden plenificarse en los actos subjetivos vivientes y en sus horizontes temporales preactuales. E. Stein adopta también la noción social de tipo (ser europeo, ser español, ser adulto…), sin referirla ciertamente de un modo expreso a la inclusión en ella del tiempo asociativo, pero sí poniendo de manifiesto como un doble componente suyo las formaciones sedimentadas recibidas y la acuñación temporal particular que cada persona les imprime. En cualquiera de estos tipos se funden en un término medio aproximado no sólo las diferencias de proximidad o de lejanía al punto cero, sino también las diferencias temporales entre los diversos sujetos que caen bajo el mismo tipo. «El hombre singular como miembro de una comunidad incorpora un tipo humano… Si entendemos por tipo social lo que se capta en el comportamiento de un hombre como un todo configurado y común con otros, el tipo social es algo determinado desde fuera, es decir, a través de las condiciones de vida, y desde dentro» . Entiendo que el tiempo pasivo de las inactualidades juega aquí su papel precisamente como la base sedimentada más elemental en el esbozo de los tipos.
B) En segundo lugar, el tiempo está también latente en el despliegue actual de las esencias. Si bien la identificación de las esencias vivientes limitadas se sustrae como la de cualesquiera otras al flujo del tiempo, su realización individual, en cambio, se distiende en una multiplicidad espacial articulada (un organismo) y en una pluralidad de etapas que apuntan a un vértice o punto culminante (su telos). El acceso a las unidades esenciales no puede por menos de venir mediado por el modo transcursivo de aparecer en que se desvela su dinamismo . Las esencias que se exteriorizan en rasgos dinámicos externos lo hacen, así, conforme a la ley del desarrollo temporal .
El tiempo no es aquí un marco externo ya dado ni una medida actual precisa que aplicáramos al dinamismo, sino que es necesario como puente por el que retroferir según un orden legal propio las notas reales a su núcleo esencial constante. Es un modo inactual porque lo actual en él es sólo la versión de las fases del desarrollo al principio esencial que las sustenta sin connotación de la sucesión de las fases. Stein lo expone con los siguientes ejemplos: «La planta se desarrolla según una ley unitaria de formación. Raíz y tallo, hojas y flores, su modo de estar y de moverse y aun la particularidad de su devenir, de su madurar y de su debilitación coinciden en ser «exteriorización» múltiple de una esencia» . O bien más explícitamente: «El devenir de la realidad (de una figura temporal como una melodía) corresponde al despliegue de la esencia: espacio y tiempo pertenecen a estos modos de ser particulares» .
C) Pero no sólo la esencia se expone temporalmente en su desarrollo, sino que también, de modo inverso, encontramos rasgos sensibles y corpóreos que nos remiten a través del tiempo a una unidad viviente, sin que igual que antes el tiempo comparezca intencionalmente. En los signos escritos por los que paso la mirada veo el significado que los interpreta, así como en los movimientos corporales del viviente humano se me patentiza una vida personal. La temporalidad consiste en estos casos en la distancia entre lo corporalmente manifiesto y el núcleo personal idéntico al que refiero en último término lo perceptible por los sentidos. Este núcleo viviente no puede venir dado a la percepción externa ni a la interna porque no es un correlato objetivo que posea propiedades cósicas, sino que nos adentramos en él sólo a través de sus expresiones exteriorizadas. Los movimientos de la mano y del rostro, por ejemplo, son figuraciones temporales de una existencia personal que siempre los trasciende.
Entre el espíritu puro, que es plenamente vida personal, y el viviente animal, que interactúa en equilibrio con el medio externo sin poseerse a sí mismo, se halla la persona humana, que dirige sus propios actos pero siempre sobre la base previamente dada de un fondo oscuro que ella en parte ilumina y conforma . Ciertamente, la percepción por el sujeto viviente de su vida propia no es de suyo un acto temporal , como tampoco lo es el momento consciente del «darse cuenta» o conciencia interna que acompaña a las diferentes percepciones . Para que la vida se patentice temporalmente se hace preciso, además de ello, apresarla en un medio que la exteriorice y tal que él mismo quede vivificado en sus movimientos. Pero precisamente la pasividad de la sucesión temporal está en correspondencia con este medio corpóreo en el que la vida se plasma.
Las afecciones del cuerpo (un dolor, un estado de fatiga…) son vividas por el yo antes de toda posible objetivación: no son tenidas por mí mediando la distancia objetivante a lo que es poseído como distinto, sino que más bien me están adscritas, todo lo periféricamente que se quiera. La metáfora de la relación entre el continente y el contenido ha de ceder, a la vista de esta proximidad entre el yo y su corporeidad, ante la de los círculos que se expanden concéntricamente cuando pasamos del yo personal a sus vivencias anímicas temporales y a su vez de éstas a las experiencias corpóreas. En estas últimas el tiempo no es ya la forma de la sucesión, como en la corriente anímica de la conciencia, sino el signo más característico de la presencia del yo en el cuerpo. Pues tanto la expresividad facial y orgánica como la resistencia que el cuerpo eventualmente opone introducen modos diferentes de hacerse patente la distancia radial constitutiva de la serie temporal —en tanto que no abarcable instantáneamente— respecto de la simplicidad puntual del yo.

3. Temporalidad trascendente
En su Disertación inaugural abordó Stein el problema de la Einfühlung o empatía, supuesta cada vez que me es dada una realidad ajena, en tanto que irreductible a los modos de la conciencia inmanente y a sus correlatos. La aprehensión del tiempo trascendente a las propias vivencias está implicada en este acto peculiar de rebasamiento de la inmanencia. Empezaremos describiéndolo.
¿Cómo percibo el significado de la vivencia ajena? A diferencia del objeto de la percepción externa, que se recubre con los escorzos que lo hacen manifiesto a la conciencia, el significado de la vivencia del otro nunca me es hecho presente inmediatamente, sino siempre en gestos o expresiones, vehiculado por ellos y a la vez siéndoles trascendente. En la percepción de las vivencias ajenas falta el carácter originario de lo dado en sí mismo, pues lo presentificado con ellas no se convierte en originariamente vivido, como tampoco lo recordado se resuelve y agota en ser el correlato del acto de recordarlo, por más que en este segundo caso haya la continuidad entre ambos que les presta su pertenencia a un mismo yo. Pero si la empatía no es una donación en directo, trasparente por así decir, tampoco es un saber vacío (angenommene) de la vivencia del alter ego, sino una experiencia referida a una vivencia originaria de la conciencia ajena, del mismo modo que el recuerdo recuerda alguna vivencia originaria y la presentifica. ¿Cómo es esto posible?
Stein parte de que para poder captar movimientos subjetivos orgánicos en otro cuerpo tengo que haberlos percibido ya —al menos con el carácter potencial del «yo podría si…»— en mi propio cuerpo, y de tal manera que me hayan aparecido indisociablemente como subjetivos y como objetivos . El rasgo corporal propio que percibo objetivamente es simultáneamente apercibido en tanto que perteneciente a mí como sujeto y expresivo de mi subjetividad, sin tener que efectuar para ello una asociación externa entre ambos planos porque nunca han aparecido disociados. «El cuerpo es inmediatamente aprehendido como sentiente, lo cual le diferencia precisamente del mero organismo… Se siente a sí mismo, es cuerpo sentiente por así decir de parte a parte y sentiente continuamente, no sólo en su superficie y no sólo cuando es alcanzado por los estímulos externos» .
La comparación con la apercepción trascendente de las cosas nos permite apreciar que tampoco en ésta concluimos unos rasgos singulares a partir de otros, sino que los componentes actualmente dados remiten a los demás, formando entre todos una unidad perceptiva delimitada en sí misma, pero a la vez proseguible en su interior según direcciones indefinidas. Pues bien, también la percepción del otro es una unidad en que los diversos estratos se interpenetran —excluyendo, por tanto, toda inferencia—, pero, a diferencia de la cosa material, no están abiertas las distintas direcciones de cara a la percepción íntegra, sino que hay una única línea radial que va del yo al alma y de éste al cuerpo. Precisamente esta irreversibilidad es la que sólo puede exponerse mediante el tiempo: así, el acto de voluntad y su exteriorización corpórea siguen este orden, o bien el estado anímico y su expresión externa están dispuestos en una tal relación de dependencia….
El cuerpo que veo como un objeto entre otros no me recuerda por asociación que sea campo de sensaciones, sino que en un solo acto me es dado externamente como cuerpo a la vez que percibido como órgano sentiente. Al palpar algo con la mano tengo el esquema corporal perceptivo e, inversamente, al percibir la mano veo sus campos sentientes. Veo la dureza táctil en las falanges de los dedos y la suavidad en las yemas . Como en las sedas del cuadro El Entierro del Conde de Orgaz de el Greco veo no sólo el brillo, sino también su lisura y trasparencia.
La misma dualidad es la que aparece en la percepción del cuerpo en movimiento: percibo el cuerpo movido y a la vez el estarse moviendo como un solo término perceptivo. Diferenciamos en este sentido entre mover un miembro dormido, que no forma parte del yo corpóreo, y moverme con estos miembros, de tal modo que el movimiento objetivo en los segundos no podría tener lugar sin la cinestesia subjetiva. Si bien el cuerpo que se mueve es identificado como cuerpo movido en una única aprehensión, la parte moviente, en la que actúa el yo, es la que posibilita la constitución de la parte móvil viviente (El paralelismo entre la continuidad del tiempo y la del movimiento es notorio ). Análogamente, de que el cuerpo propio sea dado a sí mismo como sentiente depende que pueda ser percibido como sentido, sin que se interponga hiato temporal entre ambos momentos.
Pero el punto de enlace entre la captación del movimiento y del sentir propio y la del movimiento y el sentir ajeno es la noción de tipo corporal viviente, en la que desde el principio el primero es encuadrado. Pues no sólo me capto a mí mismo en mi corporalidad viviente, sino que dispongo a partir de ahí del tipo genérico «cuerpo viviente», con su consiguiente apertura a los otros ejemplares singulares en los que se realiza. Son tipos que carecen de unos límites fijos, estando en condiciones de plegarse a las variables y contingentes realizaciones .
Y justamente lo que aparece soslayado y nivelado en los tipos son las diferencias temporales entre los individuos que caen bajo ellos, por tratarse de lo que delimita el carácter inconfundible de cada cual. Para aprehender la temporalidad viviente del otro, en su surgimiento continuo, no basta, por tanto, el tiempo objetivo medible, que prescinde de las diferencias interindividuales. Sólo a través de la expresión corporal externa puedo trasladarme a una temporalidad columbrada, que sin embargo nunca puedo tener originariamente presente. En el rostro veo acontecer a alguien, que estaba ya desde antes de hacérseme presente, así como en sus movimientos leo los efectos de un devenir precedente.
El desencadenamiento interno de este devenir constitutivo del ser vivo no sólo escapa a toda percepción objetiva, sino que tampoco es comunicable a otros vivientes, a diferencia del movimiento mecánico, que se transmite de unos a otros cuerpos. La aprehensión correspondiente mantiene, por tanto, la distancia a lo que está más allá de toda objetivación, y consiste en un adentramiento —a lo que llamamos empatía (Einfühlung)— a través de unas manifestaciones externas que nos eran ya familiares. En la empatía el fenómeno perceptivo se limita a funcionar como lugar de paso hacia lo canalizado por él. La eventual objetivación de este lado fenoménico externo es siempre posterior a su donación primera como expresión subjetiva, análogamente a como los signos vocal y escrito conducen por sí mismos a lo significado, siendo menester un giro en la atención para reparar en ellos.
A fuer de ajeno el tiempo del otro no puede ser asimilado por la propia corriente temporal, ni tampoco dado actualmente en una percepción interna, en vista de la irreversibilidad que separa lo actual de lo inactual. Sólo cabe un saber cierto basado en el tipo común «viviente corpóreo» y en la diferencia fenomenológica entre las actualidades e inactualidades de la conciencia, que traspongo al aplicárselas al otro, pero es un saber carente de representantes intuitivos propios e impropios. Conviene diferenciar a este propósito entre la empatía del curso temporal de las vivencias ajenas y su posible reconstrucción a posteriori, para la que sí es apta dentro de ciertos límites la percepción interna modificada. A este respecto, los 12 hombres sin piedad del célebre film reconstruyen en actos de cumplimiento imaginativo los diversos pasos del homicidio que investigan, pero en ningún momento confunden la temporalidad fingida por ellos con la del acontecer ya pasado que guía su reconstrucción.
Los caracteres trascendentes dados en la empatía conciernen también a la percepción del cuerpo propio cuando lo señalo como propio partiendo de la percepción meramente externa o bien de la modificación imaginativa. En el primer caso el yo integra por medio de la empatía al cuerpo que le es dado externamente al pesarlo o al medirle la cintura, de tal modo que nunca aparezca la dualidad entre cuerpo subjetivo y cuerpo objetivo, por más que la donación admita los dos modos. En el caso de las modificaciones de la imaginación lo que incorporo al sujeto es una temporalidad trascendente: por ejemplo, en el retrato en que ocasionalmente me veo, con su fecha y demás circunstancias temporales, me identifico subjetivamente, como también en la proyección que hago por adelantado de mí como el que va a salir más tarde de la habitación soy el mismo —externamente representado— que el sujeto actual. Ocurre en estas situaciones que el yo se desplaza imaginativamente a un lugar distinto sin dejar de ser quien es, pero, como el cuerpo real no ha cambiado de lugar, la nueva temporalidad en que le inscribo —meramente imaginativa— es trascendente a sus vivencias reales.
En la empatía en general el impulso viviente es coaprehendido , funcionando como englobante de cualquiera de los movimientos que proceden de dentro a fuera. Nunca puede ser veri-ficado en su originalidad, sino que hemos de partir para su aprehensión del tipo «movimiento viviente», de que tenemos experiencia propia y que por analogía cocaptamos en las correspondientes señales externas de los otros vivientes. Las ilusiones perceptivas, como el ovillo de lana que tomamos por un escarabajo, el espantapájaros o la muñeca que al hacer señas se nos figura un personaje vivo, se corrigen en el despliegue del propio movimiento perceptivo y no excluyen por principio la indecisión, ya que la confirmación siempre está pendiente de una percepción externa que no es la originaria de la región objetiva «ser vivo».
Más específicas son las apercepciones de los significados en los movimientos anímicos personales . Lo que rige en ellas primeramente es la ley de la motivación, según la cual vemos la cólera en el ceño fruncido, la deferencia en el gesto confiado…, pero luego ponemos en relación aquellos estados con unas leyes motivacionales generales, tales como que la ofensa provoca un estado de indignación o que el agradecimiento engendra las expresiones deferentes… La mayor concreción de estos casos torna también más aventurada la conjetura, pues no sólo no podemos re-vivirla, sino que tampoco podemos reproducir la secuencia temporal entre los motivos y los estados motivados ajenos, sino tan sólo aproximarnos a su reconstrucción.

4. La temporalidad en la historia
Para la conciencia individual la luz del día es inseparable del ocultamiento de la noche, lo cual hace necesario que el día haya de venir continuamente reactualizado, y de este modo la conciencia se sume en la temporalidad acabada de examinar. Pero hay otra dimensión del tiempo paralela a la anterior y consistente en que la pertenencia a una generación ha ser igualmente sustraída a la muerte a que aboca, y ello mediante la vida de la generación siguiente . La experiencia del otro me abre, de este modo, a un tiempo que está marcado por la correlación entre el envejecer de los unos y el crecimiento de los otros. Además de la renovación individual que supera el sueño de la noche está, pues, la re-generación que con el sucederse de las generaciones se sobrepone al declive de los individuos. Topamos, así, con el tiempo de la historia, vehiculado a través de la serie generacional, según lo presentó Husserl .
Hacer historia es rescatar los acontecimientos del olvido en que por sí solos quedarían, fijándolos a un tiempo reconstruido que los torna inteligibles, pero a la vez la serie en que la historia inserta los acontecimientos no llega a hacerlos trasparentes porque ha de apoyarse en la individualidad fugitiva de cada uno, en el venir del uno tras del otro. Nos vuelve a aparecer bajo esta forma la analogía entre el tiempo de la conciencia y el tiempo de la historia. Pero ahora es la conexión motivacional con arreglo a unos contenidos lo que da consistencia a la sucesión histórica , mientras que antes eran la retención y protención en su versión intencional a los objetos las que anudaban la sucesión evanescente de la temporalidad inmanente a la conciencia.
Otro aspecto de la analogía entre ambas temporalidades, señalado por E. Stein, está en que al modo como las unidades de conciencia son destacadas mediante actos discontinuos con posterioridad a su transcurso, paralelamente los períodos históricos no alcanzan su significación hasta que han sido cumplidos; en otro caso tendríamos una mera colección de hechos, pero no una obra histórica animada por una intención (o por la concurrencia entre varias intenciones de distintos sujetos). «Sólo hay un conocimiento de las vivencias en el sentido estricto de la palabra en la medida en que han transcurrido, en la medida en que una vez terminadas son desplazadas al pasado. De manera semejante, hay una conciencia del acontecer histórico presente, que está viva en los portadores de este acontecer… Pero su conocimiento histórico no se gana hasta que el acontecer ha pasado» .
Sin embargo, lo que atrae especialmente la atención de Stein es que el tiempo cronológico de que se vale el historiador sólo es posible en el estrato espiritual de la persona, por ser de él de donde brotan las objetividades culturales, cuyo nacimiento y desarrollo son el tema de la Historia, y esto en contraste con el tiempo psíquico de la duración de la conciencia. Por ello, las explicaciones meramente naturales y psicológicas juegan un papel sólo secundario en Historia, corriendo el riesgo de obnubilar su índole específica . Pues sólo a través de las diversas comunidades de pertenencia (como son el pueblo, la nación o el grupo social) a las que el hombre está personalmente incorporado se despliega el curso de la Historia. «Lo que importa al historiador son ante todo las intenciones del espíritu creador (ya sea una personalidad individual o supraindividual), que encuentran mayor o menor cumplimiento en su obra, así como los actos de los que ésta surge. No pretende explicación (Erklärung) genética, sino comprensión (Verständnis) genética» .
Pero, ¿cuál es el lugar de la Historia dentro de las Ciencias del Espíritu? La respuesta de nuestra autora parte de la clasificación de estas Ciencias en Ciencias de la Cultura (en las que entran la Economía, el Derecho, la Literatura, el Arte, la teoría del Estado…) y Ciencias históricas, ocupándose las segundas del surgimiento y despliegue de las formaciones culturales anteriores. Las primeras pueden ser empíricas o bien a priori, ya que sus objetos admiten tanto una consideración circunstanciada y particularizada como una indagación de los principios esenciales por los que cada una de ellas se reconoce. Es una diferencia que se advierte porque «las lenguas nacen, el derecho positivo se crea, pero la lengua y el derecho no tienen nacimiento. Hay que destacar, además, que el contenido espiritual de las formaciones culturales, como ‘singularidad eidética’ que no admite diferenciación ulterior, pertenece al dominio de lo ideal, el cual no es creado, sino realizado cuando el espíritu creador lo forja en un material» . De estas dos subdivisiones en las Ciencias de la Cultura, la Historia remite patentemente a las unidades culturales empíricas.
Pero a su vez el tratamiento científico de la individualidad se desenvuelve a dos niveles, dados respectivamente por el objeto de la Psicología, en que el individuo es ejemplar de un tipo, y por la persona, que posee una cualidad distintiva acuñada por ella misma en forma de carácter. «Cada persona espiritual tiene su cualidad, que presta a cada uno de sus actos una nota individual aparte de su estructura universal» . Mientras que el individuo psíquico está en función de regularidades explicativas, de una índole específicamente distinta que las leyes explicativas de la Naturaleza, la persona, en cambio, posee en sí misma y en cada uno de sus actos una individualidad cualitativa caracterizada: «Sólo en el dominio del espíritu hay una privacidad (Eigentümlichkeit) cualitativa, que no se deja comprender como punto de intersección de legalidades universales, sino que está fundada en la singularidad interna del individuo» . Y dado que en las interacciones psíquicas no llegan a adquirir forma las unidades supraindividuales que históricamente se gestan , el signo de la individualidad histórica no está en la mera contingencia de lo que llega a ocurrir, sino en el agente personal en su dimensión comunitaria.
Así, pues, para E. Stein el a priori de las Ciencias históricas no reside en unas leyes generales inexistentes, ni en los hechos históricos a fuer de contingentes, sino en las configuraciones espirituales procedentes de la persona y que reciben expresión en las obras históricas irrepetibles. A la determinación precisa del lugar, el momento y las circunstancias del caso corresponde la singularidad de las decisiones de los agentes históricos personales. Y a la constancia externa de los testimonios que alega el historiador corresponde el ámbito comunitario en que se inscriben los sucesos históricos.
Pero, a diferencia de las expresiones literarias y artísticas, las fuentes históricas no son expresión directa de su a priori espiritual, sino que han de ser interpretadas y contrastadas, sin estar en condiciones de proporcionar por sí solas el acceso viviente inmediato a la expresión personal. La realidad histórica singular y las conexiones de sentido total en las que se emplaza están siempre más allá de los testimonios generales y externos, por lo que apenas cabe encontrar una conclusión histórica que sea, por así decir, la última palabra. «Todo lo que está ya interpretado puede experimentar una transformación, nada está fijado definitivamente. Sólo si fuéramos capaces de recorrer el nexo de conjunto de la Historia, estaría también cada hecho singular determinado en su sentido de un modo definitivo. Como no es éste el caso, queda abierta siempre la posibilidad de una ilusión (Täuschung)» .
Es un modo de acusarse la falta de originariedad de lo histórico antes destacada. Por ello la significación histórica de los acontecimientos tiene en su base una analogía tipificada con la experiencia vivida en presente. La fecundidad de las primeras investigaciones sobre la empatía se muestra también aquí: Pues así como la experiencia de lo ajeno la encontramos con arreglo a un tipo psíquico que ya ha sido reconocido en la propia experiencia (estados de «enojo», «agradecimiento»…), asimismo la relevancia histórica de un acontecimiento o de una época la captamos desde la verificación en el presente de unos rasgos históricos generales, tales que en aquellos contextos podríamos haberlos hecho propios los hombres de la generación presente.
La única vida consciente es la que pertenece a los individuos, por lo que sólo en ellos la comunidad se torna consciente de sí. Las vivencias individuales y comunitarias se separan, de este modo, dentro del ámbito común de las vivencias constituidas en el individuo. A partir de aquí emprende nuestra autora un estudio pormenorizado —al que aludiremos luego esquemáticamente— de aquellos géneros de vivencias en las que se sostienen las unidades comunitarias. Esto no significa, en el otro extremo, que la autenticidad de las unidades colectivas haya de deberse a decisiones expresas de los individuos que las forman, según expone en sus lúcidos comentarios críticos al tratamiento heideggeriano del «se». «Si se reconoce que el singular necesita de la comunidad portadora…, entonces ya no procede concebir el «se» como una forma de caída (Verfallsform) del sí mismo y como en absoluto nada distinto de él. El «se» no designa a ninguna persona en el sentido propio de la palabra, sino a una pluralidad de personas, que están en una comunidad» . El «se» anónimo es la forma tímida y disfrazada de asomar ya el nosotros comunitario.
Los estudios históricos empíricos no pueden traspasar los márgenes fenomenológicos de sus condiciones esenciales a priori, dadas por la estructura personal-comunitaria del hombre, por diversas que sean las vías como en concreto ésta ha irrumpido y se ha consolidado. Sin duda los vínculos corporativos artesanales del Medievo, la integración social operada por las naciones-Estado modernas o las comunidades culturales que en el presente se reclaman de un entronque común son distintas realizaciones históricas, condicionadas por el propio transcurso de la historia, de una misma apertura comunitaria radicada en el ser personal antes de toda elección.
En este orden esencial el acceso al objeto histórico partiendo de la persona se dispone conforme a los tres escalones siguientes: 1º) vivencias fenomenológicas capaces de fundar una comunidad de personas, 2º) conexiones motivacionales de sentido supraindividual, y 3º) formas de causalidad no intencional.
1º) Mientras que las vivencias situadas a un nivel meramente sensible no pueden de suyo ser compartidas, los actos con intención significativa universal hacen posibles las formas de reciprocidad de las que se nutren los conjuntos históricos. En este sentido, tanto los actos aprehensivos universales (intuitivos o imaginativos) como los actos categoriales (tales como el juzgar, el concluir, el relacionar, numerar…) son aptos para ser reactivados en distintas conciencias y para congregarlas en una unidad superior: así, un pueblo se remite a orígenes legendarios comunes, un cuerpo de vigías tiene la representación común de lo que ha de inspeccionar, una sociedad bancaria ha de poner en común las cuentas y saldos… Por su parte, también las vivencias afectivas unifican a varios sujetos, en la medida en que se puede desprender de ellas un núcleo universal idéntico, pasando por alto la coloración subjetiva con que en cada conciencia se presenta, como es por ejemplo —alega Stein— la tristeza de la tropa en su conjunto por la pérdida de su jefe.
2º) Los nexos entre las vivencias intencionales y entre sus objetos característicos son motivacionales, y cuando ponen en relación a unos sujetos con otros y a comunidades humanas con otras comunidades se traducen en motivos no meramente biográfico-narrativos, sino sociales e históricos. «El miembro de enlace por medio del cual se sueldan en unidad las vivencias intencionales y las objetividades que se constituyen en ellas es la motivación. Pero en nuestro contexto resulta que la motivación no se limita a la vivencia individual, sino que se extiende a otros individuos» .
3º) La necesidad de un tercer peldaño típicamente histórico lo pone de relieve Stein indirectamente en la discrepancia que muestra con la concepción —ejemplificada por G. Simmel— que hace depender la historicidad de los acontecimientos de la perspectiva del historiador, como si no hubiera un objeto que por sí mismo fuera histórico. Admite, ciertamente, que a favor de tal concepción habla el hecho de que hasta que no lo vemos desde fuera, una vez concluido y por tanto desde cierto ángulo de mira, no nos aparace un conjunto de acontecimientos como histórico. Pero lo único que de aquí se concluye es «que el rendimiento de sentido del acontecer originario era múltiple, no que cada uno haya interpolado otro sentido» .
La realidad histórica tiene su propia temporalidad y causalidad, no puestas por el intérprete de los acontecimientos: la primera, debida a la dimensión generativa del tiempo humano, y la segunda, como resultado del cruce de las intenciones subjetivas entre sí y con los hechos externos a ellas. Con todo, Edith Stein no ha abordado expresamente los rasgos típicos del cambio histórico. Lo que más se le aproxima es la distinción, efectuada a otro nivel, entre conexión motivacional e influencia causal en el psiquismo individual y en las relaciones sociales. Así, el estado despejado de la mente en quien me acompaña me hace sobreponerme a un estado de fatiga y enfrentarme a un problema: con ello se hace patente que «no parece requerido que el estado ajeno llegue a ser objeto para mí, es decir, que yo esté dirigido de modo especial a ese estado y lo aprehenda claramente» . Por analogía cabe entender que también los acontecimientos históricos están sometidos a formas de causalidad que escapan a las intenciones de sus autores y a las leyes de sentido que rigen los actos sociales.
Tiempo generativo, sentido motivacional de sus actos y causalidad psíquica son tres modos de poner en relación el transcurso histórico con el hombre, como ser temporal, motivado por el sentido en su actuación y expuesto a condiciones psíquicas causales respectivamente. Pero este protagonismo histórico del hombre no es sólo un principio epistemológico necesario, sino que se convierte hoy en un imperativo ético, una vez que se ha comprobado con particular elocuencia dramática que ni los agentes globalizadores de la política (equilibrio de poderes) ni los de la economía (fondos de cohesión) han garantizado por sí solos unas condiciones de pacificación y estabilidades generales. A esta luz nada tiene de extraño que la Teoría social y política actuales haya detectado en la Europa comunitaria la ausencia de unos derechos de ciudadanía comunes, consistentes en aquellos lazos humanos a los que no pueden reemplazar los anómimos mecanismos globalizantes.

Posteado por: urbanoferrer | 31 enero 2009

Mac Intyre, Edith Stein

A. MACINTYRE, Edith Stein. Un prólogo filosófico, 1913-1922, Nuevo Inicio, Granada, 2008

Desde hace algunos años se viene prestando atención a la persona y obra de Edith Stein. Bien ha podido tener parte en ello el motivo de su elevación a los altares (1998). Así, hemos asistido a la edición de sus Obras completas en alemán en Herder y a su posterior revisión; también Monte Carmelo ha traducido al español sus obras en cinco apretados volúmenes, además de la publicación de algunas obras sueltas en distintas editoriales. Pero, además, han empezado a aparecer estudios monográficos centrados en una u otra de las facetas de su rica personalidad. Entre ellos, el actual libro de MacIntyre se fija en los años que van desde su llegada a Gotinga, atraída por el magisterio de Husserl, hasta 1922, en que tuvo lugar su bautismo en la Iglesia católica. Pero quizá el aspecto sobresaliente de esta biografía parcial sea el haber puesto en relación su inicial pensamiento filosófico con las circunstancias personales, familiares, culturales y políticas que por aquel entonces vivió.
Las Investigaciones Lógicas de Husserl al comienzo del siglo XX significaron un revulsivo tanto en la atmósfera neokantiana, en aquel tiempo en alza en las Universidades alemanas, como en el positivismo, que había erigido a la Física newtoniana como modelo de todo saber científico. Frente a la primera corriente, Husserl reivindicaba el acceso a las cosas mismas tal como se dan en los actos de conciencia, y en antítesis con el positivismo atendió a las esencias a priori, sin las cuales no es posible entender y situar los hechos de observación. Edith Stein se sumó al notable grupo de jóvenes estudiantes y de profesores que encontraron ahí su primera fuente de inspiración, la cual seguiría presente en su trayectoria posterior, por más que en cada uno según caminos propios y a veces divergentes.
Uno de los ritornelos del libro es el papel básico que juega la experiencia biográfica en la comprensión del pensamiento de Stein. Por poner algunos significativos ejemplos, en el tratamiento de la empatía, que fue tema de su Tesis doctoral dirigida por Husserl, se advierte la experiencia adquirida en el trato con el dolor ajeno en su condición de enfermera en Märisch-Weisskirchen al comienzo de la Gran Guerra; allí pudo comprobar la fiabilidad o no de los relatos de los enfermos sobre su estado y advirtió asimismo cómo el conocimiento de sí mismo está abierto a su ampliación y eventual corrección por el conocimiento que el otro gana de mí. Otro es el caso de la vocación comunitaria de la persona, también experimentada por ella –antes de su tematización– en la comunidad científica formada en torno a la Universidad de Gotinga. Por otra parte, su tratado, escrito en aquellos años y aparentemente solo teórico, sobre la naturaleza de la comunidad política tenía una base experiencial en el tránsito, acaecido en Alemania, del prusianismo de la preguerra a la República de Weimar, durante la cual se afilió al Partido Democrático Alemán (DDP), igualmente distante por la derecha del anterior estatalismo prusiano y del partido socialdemócrata por la izquierda.
Queda el episodio decisivo de su conversión religiosa. MacIntyre destaca cómo no supuso una ruptura con su obra precedente ni con su entorno cultural y humano, sino más bien una luz nueva que le abrió perspectivas inéditas en su vida y su pensamiento y centró lo que hasta entonces le había venido ocupando de modo absorbente. Aunque la decisión tuvo una fecha, se había venido preparando providencialmente por sucesos vividos por ella como el descubrimiento de la Fenomenología, las conversiones de sus amigos Scheler y sobre todo el matrimonio Reinach, la amistad con Hedwig Conrad-Martius, los servicios prestados como enfermera, la entereza y paz que Ana Reinach mostró tras la muerte de su esposo en el frente o más próximamente la visita a una iglesia católica…
Su posterior encuentro con el tomismo continuaría llevando la huella inconfundible de la joven Edith, que ya en su primer trabajo sobre la empatía había mostrado la insuficiencia de un yo puro que no cuenta con el tú para ganar un conocimiento fidedigno de sí mismo. Sus observaciones acerca de que el cuerpo percipiente es el mismo cuerpo que es percibido desde fuera por un observador externo, y dentro de ciertos límites por el yo propio, se habían de revelar fecundas en su posterior investigación sobre la persona. Pues el yo no está localizado en el cuerpo, sino que lo atraviesa sin ser espacial, haciendo del cuerpo una capa periférica de la propia subjetividad.
Urbano Ferrer Santos

Posteado por: urbanoferrer | 16 enero 2009

LA ESPERANZA CRISTIANA

Entre las virtudes humanas la esperanza —lo mismo que la paciencia o la humildad— han sido tratadas por los clásicos de un modo subordinado a otras virtudes fundamentales o cardinales; en concreto, la esperanza formaría parte de la fortaleza. En la época contemporánea Gabriel Marcel entre otros le daría un mayor realce. Su singularidad reside en que está anclada en una estructura antropológica ineliminable, que es la espera. Y es aquí donde enlaza con la esperanza cristiana, tema de la segunda Encíclica de Benedicto XVI Spe Salvi.

La esperanza, entendida como virtud teologal infundida por Dios, es la que en definitiva nutre a las pequeñas o grandes esperanzas, sin las que no se puede vivir. “En este sentido, es verdad que quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza, sin la gran esperanza que sostiene toda la vida” (n. 27). La esperanza se entrelaza con la fe y la caridad: la vida eterna en la que esperamos es el objeto de la fe; y la manifestación del amor redentor de Dios, es lo que sale garante de la esperanza.

Pero, ¿a qué apuntamos con la vida eterna? El Papa muestra cómo todos queremos seguir viviendo, hasta el punto de no poder siquiera fingir un estado de aniquilación propia; pero a la vez comprendemos fácilmente que una perduración indefinida de nuestra situación terrenal no es posible ni tampoco deseable. Lo que anhelamos, quizá sin saberlo, es una vida sin la sucesión de los días: “sería el momento de sumergirse en el océano del amor infinito, en el cual el tiempo —el antes y el después— ya no existe… Es la vida en sentido pleno, sumergirse siempre de nuevo en la inmensidad del ser, a la vez que estamos desbordados siempre por la alegría” (n. 12).

Por ser esta inmensa esperanza la que alienta en las esperanzas intramundanas, las grandes y las pequeñas, la esperanza en Dios no es una invitación a huir del mundo, sino que es inseparable de los esfuerzos depositados históricamente por la humanidad en la construcción de la ciudad terrena. Y es justo lo que desenmascara como utópicas aquellas pseudoesperanzas que bajo el nombre de esperanza en el progreso han pretendido situar en la tierra el horizonte último de nuestro esperar. Pues ello equivaldría a olvidar la componente de don inconmensurable que tiene el objeto de la esperanza, no debido sin más al esfuerzo humano, ni tampoco a los frágiles dones que en este mundo se le ofrecen. “El ser humano necesita un amor incondicionado… Si existe este amor absoluto con su certeza absoluta, entonces —sólo entonces— el hombre es redimido, suceda lo que suceda en su caso particular. Esto es lo que se ha de entender cuando decimos que Jesucristo nos ha redimido” (n. 26).

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